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Discurso Emilio Castelar

Date post: 13-Oct-2015
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    6 0 . 9 6 2

  • DISCURSO

    QUE

    EMILIO, CASTEL AR DIJO

    E N E L C O N G R E S O D E L O S D I P U T A D O S

    (7 DE FEBRERO. DE 1888)

    4 e * o @ o ^

    MADRID

    I M P R E N T A Y FUNDICIN D E M A N U E L T E L L O

    I M P R E S O R D E L A R E A L A C A D E M I A D E L A H I S T O R I A

    P o n I S v E r r i s t o , S

    l888

  • DISCURSO DE CASTELAR

  • DISCURSO

    QUE

    EMILIO CASTEL

    E N E L C O N G R E S O D E L O S D I P U T A D O S

    (7 DE FEBRERO DE 1 8 8 8 )

    1$ V'iv.-M

    MADRID

    IMPRENTA Y FUNDICIN D E M A N U E L T E L L O

    I M P R E S O R D E L A R E A L A C A D E M I A D E L A H I S T O R I A

    " D o n E v a r i s t o , S

    1888

  • ACUERDO.

    Los republicanos histricos de Madrid, retiidos en amis-toso banquete para conmemorar el aniversario de la procla-macin de la Repblica por el Senado y por el Congreso constituidos en Asamblea Nacional el n de febrero de 1873, al confirmar su adhesin su jefe D. Emilio Castelar y la poltica que personifica y representa, acordaron: HACER

    SU COSTA UNA TIRADA EN FORMA DE LIBRO DE SU LTIMO

    DISCURSO, CON LAS FELICITACIONES Y ADHESIONES QUE HA

    MERECIDO.

    Y as lo firmaron, en Madrid 1 1 de febrero de 1888.Miguel Moray ta.Mariano Santos Pineta. F. Gell y Mercader.Jos Hilario Snchez.Saturnino Ciftientes.Mariano Garca.Len Acera.Francis-co Gmez Cuartero.Serapio Diez.Gtiillermo Solier. Miguel Polo.Eduardo Garca.Mariano Fanlo. Rafael Daz.Juan Bonald.Manuel de Glvez. J. Lpez.Antonio San Vicente.Rufino Rodrguez. Francisco de la Arena.Eusebio Linares (hijo). Manuel Muoz.A. Moreno.Anselmo Hernn.Fe-lipe Ramrez Lozano.Jos Garca.Miguel Maldona-do.Pedro Antn.Eduardo Moreno.E. Lpez Casta

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    on.Vicente de la Cruz.Elias Puy.Francisco Liz-cano.Nicols Santaf.Estanislao Gonzlez.Domin-go Gascn.ngel Pulido.G. Torres Muoz.Marcial Taboada.G. Andrs Garca.Benito Revilla.Flix Herce.Avelino Brunet.Carlos Alfonsetti.Francisco Romero.Saturnino Herrero.Jos Nin y Tud. Agustn Garrido.Federico Camacha.Gins Alberola. Emilio Erades.A. Navarro.J. J. Cabanas.Eu-logio Garca Rez.Daniel Camarero.5. Cirajas. A. G. Patencia.Manuel de Labra.Magn R. Moras. Juan Donnay.Manuel Mollera del Romeral.Pri-mitivo Artigas.Carlos Jimnez.Teodomiro Jimnez. Enrique de Ziburu.Santiago Castellanos.Luis Sep-tin.Juan Hidalgo.Antonio Martnez.Francisco Surez.Ceferino Recio.Dionisio Rodrguez.Manuel Zapatero y Garca.Felipe Gonzlez Rojas.E. Ferra-ri.M. Belms.Elias de Laburu.Pedro Gonzlez. Mauro Len.Manuel Ortiz de Pinedo (hijo).J. Ro-drguez de Celis.Maximino Viveros.Pedro Brond. Agustn Garca.Antonio Martn.Jos de Gorra. Manuel G. Araco.Emilio Duran.Marcelino de Rba-go.Jos Garca.Miguel Elguero.Manuel Boyra. E. Rodrguez.Nicols Garca.Miguel Bsala.Fe-derico Vicens.Carlos San Pedro.Antonio Aura Boro-nat.Gorgonio Gonzlez Araco.Francisco Blanco. Toms A. Montalvo.Ricardo S. Santa Mara.Federi-co Ortiz.Vicente de Gregorio.

  • SEORES DIPUTADOS:

    Aeja costumbre impone los embarcados en las corrientes capitales de nuestra poltica, y puestos la cabeza de los partidos, la intervencin activa en estos magnos debates sintticos, donde se rectifican rati-fican los procedimientos, donde se alteran reiteran los programas. Con fuerza de ley, esta noble tradicin de nuestras costumbres parlamentarias pide obediencia de grado, la cual no podemos en modo alguno sus-traernos sin mengua del deber, tanto menos declinable, cuanto con ms voluntad aceptado, y sin menosprecio de la opinin pblica, muy necesitada para juzgarnos de conocernos, y muy sabedora de que no hay cosa ninguna que proporcione datos tan seguros para su co-nocimiento y juicio, como la palabra nuestra, sincera-mente hablada, y expresiva, con mayor menor ele-gancia, pero con toda fidelidad y franqueza, de nuestros afectos y de nuestros pensamientos.

    Fijados de tiempo atrs el ideal de la doctrina en que creo y los cnones de la conducta que observo, poda muy bien ahorrarme ahora el trabajo de hablaros y la pena de oirme, con slo repetir uno de los innumera-bles discursos dichos en este recinto desde hace ahora

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    diez y ocho aos, es decir, desde que los desarrollos na-turales de la vida me bajaron de las teoras abstrusas las realidades prcticas, y me indujeron encerrar en las estrecheces angustiosas de toda extensin material, y en las pobres formas de todo contingente organismo, doctrinas, las cuales, por inmensas y abstractas, no ca-ban en lo infinito del espacio ni en lo infinito del esp-ritu, sendas manifestaciones de Dios.

    Dicho lo mismo de ahora en otros tiempos, entre las espontaneidades y lozanas propias de la mocedad, imposibles bajo la escarcha de un otoo, prximo su glacial invierno, acaso pensara vuestra imaginacin y halagara vuestros odos, muy susceptibles una y otros de airarse contra m, porque la voz y la fantasa, can-sadas bajo el peso de los aos y el peso de los des-engaos, sustituyen aquellas frases melodiosas muy gustadas con juicios severos, y aquellos arrebatos del corazn con apotegmas, de mucha exactitud, pero de poca poesa, todos allegados en las reflexiones de mi profunda experiencia y en los trgicos accidentes de mi larga y tormentosa historia.

    Con reiterar lo que otras veces he manifestado res-pecto de principios y de procedimientos, habra cum-plido mi deber en esta tarde, pero miles de cuestiones que han surgido en el debate; como la poltica mejor seguir en nuestras relaciones internacionales y en nues-tra expansin colonial; como las quejas de los labrado-res y de los jornaleros en demanda de reformas tan pro-fundas que bien pudieran llamarse sociales; como el combate muerte empeado entre la escuela libre-cam-bista y la escuela proteccionista en los campos de la produccin y del trabajo; como la fidelidad mayor

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    menor de ese Gobierno su programa histrico; como la cuestin del poder temporal de los Papas suscitada por los jubileos ltimos, y trada los debates en casi todos los Congresos de Europa; como la suerte de fri-ca, tambin evocada por las medidas diplomticas y mi-litares del Gobierno; asuntos, que bien merecen un es-fuerzo mo de palabra y un esfuerzo vuestro de cario-sa y constante atencin. Que lo complejo y largo del programa no alarme vuestra paciencia, sabiendo, como sabis, cunto procuro incluirlo en frmulas breves y comprensivas para depositarlo en vuestras conciencias y derramar su calor en vuestros corazones. Que no me falte vuestra natural benevolencia, y en cambio de ella prometo una relativa brevedad.

    Lea yo esta maana en El Imparcial, texto, por las apariencias casi exacto, de clebre discurso, donde un hombre, por cien ttulos extraordinario, muestra de igual modo sus altas condiciones de estadista que sus facultades increbles de orador y de orador meridio-nal; y contemplando la especie de aura pacfica, por los mercados europeos extendida, yo me preguntaba si mi corazn era ms receloso, porque al ver que se p e -dan 700.000 hombres ms para completar ejrcito de 6.000.000; y al ver que se amenazaba con poner en pie de guerra un milln de soldados en el Oriente y otro milln de soldados en el Occidente, me deca que de-bemos estar muy acostumbrados nuevas, cuando no hemos cado todos en una especie de universal terror, como aquel milenario experimentado por los hombres de la Edad Media, oyendo la trompeta de los muertos, que les anunciaba el Juicio final.

    Seores, aunque deseramos, como tantas otras v e -

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    ees, apartar los ojos del problema europeo, no podra-mos, pues embargados nimo y pensamiento, necesi-tamos decir las tristes circunstancias que nos rodean y las enormes dificultades eme nos amenazan. Ciego sera quien, cerrando los ojos con voluntaria ceguera, no vie-se los relmpagos de guerra prxima en todo el cielo centelleantes; y torpe quien, por prudencia, peor que todas las temeridades, no quisiera contar los escollos, por donde vamos dificultosamente bordeando, y los abis-mos de fauces negras abiertos uno y otro lado de nuestra procelossima carrera. Aunque nosotros pudi-ramos apartarnos del inters europeo, como quiera que sea tal inters solidario al nuestro, y como quiera que se resienten desde el taller hasta el jornal de todos estos accidentes y de todas estas circunstancias, permitidme que me duela y que procure ver si en la corta medida de mis fuerzas puedo evitar una catstrofe mi patria.

    Cuando columbro los cosacos del Don, caracoleando, caballeros en sus monturas siniestras, por las fronteras polacas en amenaza y amago Viena, por nosotros sal-vada hace tres siglos de trtaros y mongoles; cuando presiento el choque horroroso en el cuadriltero de Var-sovia entre la raza eslavona y la raza germnica; cuan-do percibo los miasmas de muerte que all por el Orien-te envenenan nuestro aire vital; cuando miro las aguas del Danubio teirse de sangre, los Balkanes encender-se una en fulguraciones terribles, las tranquilas aguas del Bosforo turbarse como al pasar por ellas los aqueos en requerimiento de Troya, los persas en requerimiento de Grecia, los griegos en requerimiento del Asia ene-miga y del ansiado desquite, temo que se acabe la pre-ponderancia sobre los dems continentes de nuestro

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    continente, por llevar en sus entraas cadveres como Polonia; en su conciencia, contradicciones como la de Italia con el Pontificado, y la de Turqua con las nacio-nes greco-eslavas; en sus horizontes, desafos como el de Francia Germania y de Germania Rusia; en su cuerpo heridas, como una Grecia mutilada y una Irlan-da inconstituda; en sus elementos, factores como aque-llos monstruos, los cuales, no contentos con apercibir unos pueblos contra otros pueblos en guerra permanen-te, los arruinan todos en una paz armada, desde cuyas miserias, y desde cuyas angustias, debemos recordarles cmo Aqul, que puso al mar lmites infranqueables de tenues arenas, apercibe derrotas para los soberbios, y en apocalpticas noches derriba los Ciros y Baltasares ms abajo que sus siervos y que sus bestias. (Aplausos.)

    Los presupuestos en dficit, las deudas en aumento, el trabajo en penuria, los campos en desolacin, el co-mercio de todo el globo en crisis, dicen una que as no podemos vivir ms tiempo, porque estamos comple-tamente expuestos perecer todos, no en las tormentas de una guerra, donde al cabo se muere con gloria, sino en el envilecimiento y en la consuncin del hambre uni-versal. (Aprobacin.)

    Y cuando los industriales se quejan del estado de sus fbricas, cuando el agricultor se queja del estado de sus campos, cuando el comerciante se queja del estado de sus cambios, ah, seores! no se quejan de nada in-terior, no: se quejan sin saberlo, quizs sin quererlo, del estado internacional. (Profunda sensacin.)

    Entre las verdades allegadas por la sociologa con-tempornea, ninguna tan exacta cual aqulla que dice cmo ciertos ministerios sociales corresponden cier-

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    tos organismos con ellos en consonancia y armona. Explicar la idea. Cuando se conforma un pueblo al combate, siempre se le organiza en ejrcito y se forma un estado de cuartel; cuando se conforma un pueblo al trabajo, se le organiza en fbricas y se forma un estado completamente industrial. Los pueblos conquistadores huelgan; los pueblos industriales trabajan. Los pueblos conquistadores gastan; los pueblos industriales aho-rran. Los pueblos conquistadores destruyen; los pue-blos industriales crean. Esto que sucede en las socie-dades sucede su vez en la naturaleza. Comparad los organismos carniceros con los organismos industriales; comparad el tigre, el len, la hiena, con la hormiga,, con la abeja, con la mariposa. Mientras el len y el ti-gre parecen hermossimos, el uno con su guedeja de oro, el otro con sus manchas tan. pintadas, apenas son perceptibles el bombix y la abeja; y, sin embargo, el len, el tigre, la hiena, el guila, slo sirven para des-pedazar, mientras el insecto imperceptible os da la seda que os viste, la miel que os regala y la cera que os ilu-mina y esclarece. (Aplausos.)

    Para comprender mejor esta verdad, no hay como comparar los dos extremos de la civilizacin cristiana. En el Norte de nuestro continente los Panslavos, y los designo as porque no designo, no, un pueblo, designo una secta, y en el Norte de Amrica los sajones. Pues bien: los Estados-Unidos arrancan el rayo del cielo y lo transmiten la mano del hombre para demostrar su dominio y soberana sobre todo el Universo; adivinan el genio de Watt, ignorado por Inglaterra y descono-cido por Napolen, y traen esa caldera de vapor que ha transformado la industria; con la audacia de Evens

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    ponen la primer locomotiva en pie; con la mano de Morse tienden el cable y el telgrafo; con la luz de Edisson disipan las tinieblas; mientras los Panslavos acechan Germania por Varsovia; Viena por Galitzia; las dos Bulgarias por Besarabia; Constantinopla por Crimea; por Armenia, el valle del Jordn; por el valle del Jordn, Egipto; por el Turkestn y el Afghanistan, por la Bactriana, donde Alejandro celebr sus bodas y Semramis tuvo sus ensueos, por Merv y por Kiva, por las Tartanas, la desembocadura del Eufrates en el golfo prsico, la desembocadura del Ganges en los ma-res ndicos, soando con tener bajo su mano Alejan-dra, Constantinopla, Jerusaln y Cachemira; mas para tenerlas, necesitan declarar la guerra al Universo y valerse de la conquista universal.

    Ah! seores, qu debemos hacer nosotros en estas circunstancias? igame con atencin mi caro amigo y discpulo, el orador elocuentsimo que dirige el depar-tamento difcil de nuestros negocios extranjeros. Seo-res, yo distingo en los pases entre un Gobierno y una opinin; y como distingo entre un Gobierno y una opi-nin, yo voy decir ahora lo que debe hacer la opinin. Pero antes dejadme preguntar, qu debe hacer el G o -bierno? Pues el Gobierno debe hacer lo ms cmodo: no hacer nada. (Risas prolongadas.)

    No se ran los seores Diputados, que aunque eso de no hacer nada entra mucho en la complexin del seor Presidente del Consejo de Ministros, luego, en la se-gunda parte de mi peroracin, voy decir todo lo que ha hecho el seor Presidente del Consejo de Ministros por la nacin espaola.

    Nosotros debemos permanecer neutrales. Podemos

  • sostener nuestra neutralidad? Hay muchos pueblos y hay muchos reyes que son neutrales, y sin embargo no pueden sostener su neutralidad; pero nosotros podemos sostenerla. Ah! los sacrificios consumados por nuestros padres en la gloriossima guerra de la Independencia; la tenacidad mostrada por nosotros, por esta genera-cin, en los trpicos, mil leguas, con el vmito en las aguas, con el clera en los aires, por medio del ms he-roico de los ejrcitos, en la ms justa de las guerras, contra los ms ingratos de nuestros hijos (aplausos); la susceptibilidad por una madrpora perdida entre Asia y frica, en los ocanos australes, y apenas perceptible hoy en el mermado mapa de nuestros todava grandes dominios; lo mucho que determin la decadencia de Luis XIV su guerra de sucesin en Espaa; lo mucho que determin la decadencia de Napolen el Grande su imposible conquista de Espaa; lo mucho que precipi-t la ruina de los Borbones su intervencin horrible con los ioo.ooo hijos de San Luis nefastos en Espaa; lo mucho que determin la suerte postrera de los Orleans sus disparatados matrimonios espaoles; lo mucho que determin la suerte de Napolen III su ingerencia en la nueva Espaa y su protesta contra el trono de la vieja, nos dicen que con- stas y otras concausas, con nuestra excelente posicin geogrfica, con nuestro ejrcito en el pie de guerra que ahora se halla, con todos estos ele-mentos, y adems con el renombre de tenaces que t e -nemos, bien podemos levantar la frente y decir que na-die tocar nunca jams nuestra intangible seguridad.

    Por eso no quiero yo, seor Ministro de Estado, por eso no quiero yo que huyendo del peregil nos salga en la frente; por eso no quiero yo ni un arrecife ms en el

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    Estrecho, fuera de aquello que nos pertenece ante la conciencia humana como parte integrante de nuestro territorio nacional; por eso no quiero yo cruces, santas no santas, en mares grandes pequeas; por eso no quiero yo ni una pulgada de terreno ms en las orillas de ese Ro de Oro, que debe llamarse as, no por el mu-cho que vomita, sino por el mucho que traga; no quie-ro yo que, ttulo de avanzados, ofrezcamos alianzas Francia, ni que, ttulo de monrquicos, ofrezcamos alianzas Germania; no quiero yo que vayamos nin-guna complicacin europea por el camino tortuoso de Italia; no quiero yo depsitos de carbn para ningn es-paol en ninguna parte del Mar Rojo; y cuando alguno de los omnipotentes venga tentarnos, porque de t o -dos necesitan, hay que decirles cmo, no habindonos llamado Pars, ni Berln, ni ninguno de los Con-gresos en la hora del reparto, no deben contar con nos-otros en la hora suprema de la catstrofe universal. (Aplausos.)

    Pues no faltaba ms! Nosotros hemos tenido la cru-zada de los siete siglos. Hemos tenido guerras por la constitucin de los Estados modernos; hemos tenido guerras por la conquista de Amrica; guerras por la he-rencia de Portugal; guerras por la herencia de Mara de Borgoa en Flandes y en Holanda; guerras por el pre-dominio de la casa de Valois y la de Austria en Italia; guerras por el predominio de los mares con la Gran Bre-taa; guerras por el predominio de la religin protes-tante catlica en Alemania; guerras por el predomi-nio de la casa de Borbn y de Austria; guerras por los hijos de Isabel de Farnesio y por los proyectos de A l -beroni en Italia; guerras en la Valtelina; guerra de los

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    reyes contra la Repblica francesa, y guerra de los r e -yes por las Repblicas americanas; nuestra guerra de la Independencia; tres guerras civiles; 50 revoluciones; guerra en frica; guerra en Cochinchina; guerra en Chile y Per; guerra en Cuba; guerra en todas partes. Ah, no, no! ya estamos demasiado hartos de verter san-gre y de que se evapore en el aire. Destinmonos cul-tivar nuestros intereses y ganar fuerzas para predo-minar alguna vez en el concierto europeo. E l Gobierno debe, pues, asegurarnos la mayor neutralidad.

    Ah, seores! Y qu debe hacer la opinin espao-la? Aqu entra mi tesis particular; yo creo que la opi-nin pblica en todos los pueblos puede y debe hacer mucho. Pues qu, se hubiera jams creado Grecia sin aquellos filo-helenos, cuyos generales eran poetas como Byron, Chateaubriand y Gcethe? No he odo yo decir italianos meridionales, que hizo por ellos ms un l i -bro de Gladstone que un desembarco de Garibaldi? No sabis todos que jams hubiera desenvainado Napo-len III la espada del primer cnsul en favor de Italia si no se hubiera visto impelido ello por los escritores franceses?

    Indispensable decir Europa, y decirlo en la tribu-na, en la prensa y en los libros, que tienen una grand-sima influencia; necesario decir Europa que se nece-sita el desarme y la reconciliacin europea.

    Y , seores, al hablar de desarme, no voy rectificar mi programa de mucha infantera, mucha caballera, mucha Guardia civil y hasta muchsimos carabineros para sostener los derechos fiscales; no. Yo divido los ejrcitos en ejrcitos de ofensa y ejrcitos de defensa; yo sostengo que toda Europa, y ms que toda Europa,

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    Espaa, necesitan grandes ejrcitos de defensa; pero yo declaro que no necesita nadie, reconcilindose los pueblos en hostilidad, ejrcitos de ofensa, porque en la reconciliacin y en el desarme se aseguran la paz y el orden europeo.

    Seores, cunto hemos cambiado en el derecho in-ternacional! Fundado en 1815 para la reaccin, vnose tierra bien pronto, merced la redentora voz de Rie-go, que despert Italia y Grecia, y merced la re-volucin de 1830, que derrib los Borbones, clave de la reaccin. Desde el ao 1830 hasta el nefasto ao de 1870 la poltica internacional de Europa estuvo funda-da en la inteligencia de dos pueblos tan grandes y cul-tos como el pueblo francs y el ingls. Entonces esta-blecimos nosotros el rgimen constitucional; pudieron esbozarse en el Mapa nuevos pueblos y nuevos Es ta-dos; las islas Jnicas volvieron al seno de Grecia; se li-bert Hungra; el Vneto y el Milanesado entraron en Italia; y cay derribado en Crimea el coloso de la reac-cin universal. Pero tres casos tristes destruyeron esta inteligencia: primero, la insurreccin de Polonia; se-gundo, el desmembramiento de Dinamarca; tercero, la guerra franco-prusiana. Entonces se fund Europa en la inteligencia de los tres emperadores: divididas y se-paradas Francia Inglaterra. Y se da comienzo la poca de las conquistas: Prusia se queda con la A b a -cia y la Lorena; Austria, con la Bosnia y la Herzego-vina; Rusia, con la Besarabia; Francia, con el Tonkn y con Tnez; Inglaterra, con Chipre y con Egipto.

    Qu diferencia de los tiempos anteriores! Pero la alianza de los tres emperadores llevaba en su seno la guerra universal, porque estaban unidos aparentemen-

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    te, y desunidos por la diversa condicin de sus intere-ses. Adems, y aqu llamo vuestra atencin, viene un factor ideal, que determina la corriente de los hechos, porque todas las corrientes de los hechos se determi-nan por grandes factores ideales. El Derecho canni-co trajo el pacto de Carlomagno y las competencias de la Investidura; el Derecho romano form los grandes Estados monrquicos modernos; la reforma dio aliento Holanda, Inglaterra y Amrica; la filosofa moder-na, mejor dicho, la Enciclopedia, trajo la Revolucin francesa, es decir, la Revolucin universal.

    Una nueva idea surge en la mente de los germanos, y esta nueva idea, que es la idea de raza, la tomaron los eslavos; y se necesita conocer al pueblo eslavo para comprender con qu facilidad acoge todas las ideas. Hijos del Norte, rubios, colorados, parecen rabes, pa-recen andaluces, en lo susceptibles todas las emocio-nes, en lo fciles todos los principios, en lo audaces, en lo creyentes, en lo movidos por todos los impulsos buenos y malos, brillantes no brillantes. El eslavo tom la idea de raza surgida de los estudios etnolgi-cos, filolgicos, psicolgicos de Alemania, y dijo: Lue-go yo soy una raza; luego yo soy una personalidad. Y qu es de esta raza en el mundo? Alemania tiene parte de Polonia, Posen y Galitzia; deseca tierras esclavonas como la Pomerania y aun Sajonia, para llenarlas con sus razas prolficas; detenta Bohemia, donde estn los tcheques; detenta los Crculos militares; interpone el pueblo hngaro, que es una especie de pueblo de mon-goles ms aborrecibles todava que los turcos; interpo-ne el pueblo hngaro entre los eslavos del Norte y los eslavos del Medioda; protege Servia para esclavizar-

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    la; procura el dominio de Bulgaria por sus pretensiones Salnica; tiene consigo Croacia, Dalmacia, Bosnia, Herzogovina, y dice el panslavo: Yo necesito destruir esa raza por medio de la guerra universal, para entrar en mis dominios histricos.

    Ah! seores: los que ahora, en este momento, admi-ran los astros del zenit, no se acuerdan de aquellos das en que Napolen III le llamaban el supremo impe-rante de todas las naciones de Europa; pues todos es-tos grandes imperios, todas estas grandes creaciones son bien frgiles, aunque aparatosamente muy visto-sas, en cuanto llega el da de su liquidacin.

    Pues qu, seores, no se encuentra hoy Alemania entre el martillo y el yunque? Segura de Francia, no tiene nada que temer de Rusia; segura de Rusia, no tie-ne nada que temer de Francia. Pero si est segura de la enemistad de Rusia, y est segura de la enemistad de Francia, cul no es su triste posicin? Sin embargo, yo debo decir una cosa, yo debo adelantar una idea. L a enemistad entre Rusia y Germania es una enemistad eterna; la enemistad entre Francia y Alemania es una enemistad circunstancial. As como los eslavos lo han hecho todo para impedir el crecimiento de la Germa-nia, la Francia lo ha hecho todo para que la Germania protestante predominara en el mundo. Buena cuenta hubiramos dado nosotros, despus que se cans el Duque de Alba matando herejes en la gran batalla de Mulberga contra Alemania, en que cay prisionero el Elector Federico; buena cuenta hubiramos dado nos-otros de ellos sin Francisco I, sin Enrique II, sin E n -rique III; buena cuenta, pesar del herosmo de Gus-tavo de Suecia, hubieran dado Wallenstein y Fernn-

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    do II en la guerra de los treinta aos de Alemania, sin la intervencin de Richelieu y de Luis XIII ; nunca hu-biera abierto, como abri sus alas el gran Federico, sin que en la primera guerra no le ayudara Francia, esa Francia, quien luego llor por haberle abandonado y haberse unido Mara Teresa; nunca Bismarck hubie-ra llegado Sadowa, si el pueblo francs no le hubiera entregado el Austria vencida en Solferino, y nunca se hubiera hecho la unidad de Alemania si el pueblo fran-cs no fundara mucho antes la unidad de Italia.

    Qu pasa aqu? Pues que Alemania tiene un ene-migo permanente all en Rusia y un enemigo circuns-tancial ac en los Pirineos. Y esto es tan cierto, que la historia produce grandes organismos; y as como Ale-mania coloc sus ciudades libres, sus feudos eclesisti-cos, todo lo que significaba paz en la lnea de Occiden-te, coloc sus dos grandes campamentos contra los es-lavos del Norte en Berln y contra los eslavos del Me-dioda en Viena. Pues bien; qu necesita el mundo? Necesita, para que haya paz, una reconciliacin entre Alemania y Francia. Cmo se verificara esta reconci-liacin? Cediendo Alemania lo que todava no ha con-quistado; cediendo Alemania Metz y Strasburgo Francia. E l Canciller no quera quedarse con ellas; pero se someti, cediendo la influencia del partido mili-tar, y se perdi, porque los hombres pblicos deben combatir ms con sus amigos que con sus enemigos.

    Y cul es la situacin ahora? Que la alianza entre Rusia y Francia, una alianza incomprensible, se dibu-ja en el horizonte para oponerse Alemania, la cual tiene un aliado junto s, cuyos ejrcitos se componen casi todos de esclavones, ejrcitos con los cuales puede

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    suceder algo de lo que le pas Napolen en la batalla de Leipzig. Por consecuencia, la opinin de Europa, la conciencia de Europa, no los Gobiernos, no el G o -bierno espaol, que debe permanecer neutral, debe pe-dir el desarme general y la reconciliacin europea. In-glaterra no ha dicho su ltima palabra; Amrica no ha dicho su ltima palabra; el concierto de las inteligen-cias deseosas de sustituir la guerra el arbitraje, pue-de pesar con inmensa pesadumbre; un laudo puede im-ponerse todava; y yo espero que, levantndose el esp-ritu universal, nos evite la prxima y pavorosa cats-trofe. Pero yo pido al Gobierno, y espero del Gobier-no una completa neutralidad.

    Y esto me conduce tratar, seores Diputados, de la cuestin de Africa. Celebro mucho que haya en este momento llegado el insigne jefe del partido conserva-dor, porque debo decir con la sinceridad completa en m, por l de antiguo reconocida, que no encuentro en mis exageraciones meridionales frases con que alabar el ltimo discurso suyo sobre frica, en que enalteci su persona, que no lo necesitaba, y en que tambin enalteci, con tantas ideas, con tanta elocuencia, la in-comparable tribuna de nuestra patria.

    Seores, qu debemos hacer en frica? No me ocul-to ninguna de las ideas capitales en este problema. Los pueblos mayores dominan los pueblos inferiores inte-lectual, poltica, materialmente, por una ley providen-cial ineludible. Hay pueblos inferiores que son primi-tivos por estar, como el feto, pegados la tierra, y hay pueblos inferiores que vuelven ser primitivos, de puro viejos, por su larga y tormentosa historia. Seores, aquello que hicieron los arios en Caldea, los caldeos en

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    Fenicia, los fenicios en Grecia, los griegos en Italia, los italianos, por medio de Roma, en Francia, Ingla-terra, Espaa y Portugal, deben hacerlo, dgase lo que se quiera, lo harn, franceses, sajones, lusitanos, espa-oles, las razas privilegiadas con las razas inferiores, en cumplimiento de leyes, que no slo son planetarias, que son leyes del universo entero. Adems, la tierra no se halla tan segura, la mar tan abierta, los estrechos tan francos, las razas inferiores tan sumisas, que al ver cmo el desierto aborta un mahd capaz de infligir hu-millaciones Inglaterra; cmo un rey de Abisinia con-trasta el reino italiano en su naciente gloria; cmo un Sultn escapado de Persia conmueve los pueblos orientales, cual la cena de los Abasidas en Bagdad, cual la hgira de los Abderrahmanes al frica, cual la in-surreccin de los almohades en el Atlas; cmo las r a -zas amarillas se miden con Francia; cmo los Estados-Unidos cierran sus puertas la invasin monglica; cmo los lbaros del panslavismo flotan sobre las Basli-cas de Oriente y el del panslavismo flota sobre todas las mezquitas, no temamos, no recelemos una invasin, como aqulla que sorprendi la cultura greco-romana en el siglo v; como aqulla que sorprendi la cultura gtico-bizantino-espaola en el siglo vm; como aqulla que sorprendi la cultura greco-eslava con los turcos por el siglo xv; pues en territorios circuidos por gran-des y ciclpeas murallas, en mesetas centrales de Asia, en viveros de pueblos, pueden condensarse ciclones, los cuales quizs vinieran sobre nosotros un momento y anegaran esta orgullosa civilizacin europea, funda-da en sus cuatro puntos cardinales sobre cuatro abismos de barbarie.

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    Seores, aunque yo participo del fondo de las ideas del Sr. Cnovas respecto lo que nos conviene por ahora en frica, no participo, no puedo participar de lo que se ha llamado en l pesimismo, y que yo atribu-yo exceso de celo y quiz exceso de experiencia. Yo, seores, declaro que no participo de pesimismo ninguno respecto de los destinos transcendentales y larga fecha de nuestra Pennsula sobre el frica. Yo veo que somos una raza sinttica. Las venas nuestras estn henchidas por sangre de todos los pueblos; nues-tro idioma, nuestra literatura, encierran ideas de todas las conciencias; en nuestro suelo circula el jugo que alimenta todas las frutas europeas, y en nuestro sub-suelo todos los metales que cuaja la luz en las entraas de la tierra. As es que yo me admiro, y me admiro mu-cho, de que no comprendamos cmo el mundo necesita un continente sinttico, y cmo, necesitando el mundo un continente sinttico, necesita una raza sinttica tam-bin para poblar ese mundo; porque, qu es el frica? Un desierto, un sepulcro, la soledad, la ruina, el aban-dono, la barbarie, y, sin embargo, el frica ha sido la sntesis de los dos continentes. Explicadme si no por qu los egipcios esbozan todas las teogonias helenas y resumen todas las teogonias asiticas; explicadme si no por qu aquel Alejandro, que pas la vida de sus con-quistas en Asia y slo atraves como un relmpago el frica, deja la cristalizacin de su sincretismo en Ale -jandra; explicadme por qu las escuelas filosficas grie-gas fraccionadas en Jonia, y en Elea, y en Sicilia, pue-blos pequeos, llegan una suprema sntesis en Ploti no; explicadme por qu Digenes resume toda la teo-loga oriental, y Tertuliano y San Agustn la teologa

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    occidental, en sus grandes escritos y en sus divinas ciu-dades.

    Ah, seores! Yo no he comprendido nunca por qu nos incomodamos tanto cuando nos dicen los extranje-ros que comienza el frica en los Pirineos. Seores: un ilustre pensador ha dicho que empieza Espaa en los Pirineos y concluye Espaa en el Atlas. Donde quiera que volvemos los ojos, encontramos recuerdos de fri-ca, y donde quiera que el frica vuelve los ojos, en-cuentra recuerdos espaoles.

    L a emocin, y vamos un inventario, la emocin producida por las serenatas andaluzas, en que la guzla plae y la voz llora elegas y tristezas del amor, de frica proviene, como el tibio soplo que aroma nuestros jazmines y azahares; la greca mudejar, bordada por ma-no de las hures en los alfizares de nuestros palacios y de nuestras iglesias, al frica recuerda, como los loes y los nopales extendidos por las costas de Denia y de Marbella; el toque semtico de nuestra lengua, sobre-puesto en el fondo latino, y que tanto recuerda los es-plendores de nuestras maylicas, africano es; la elo-cuencia enftica, tertulianesca, cuyos rimbombeos no empecen cierta naturalidad y sencillez helnicas, all re-suena en los labios tambin de los nabes y de los pro-fetas; la poesa exuberante, no slo en Zorrilla, oriental de suyo, no slo en Gngora, criado y nacido la som-bra de las palmeras y bajo los aleros de las Aljamas, en las epopeyas de Lucano y en las tragedias de Sneca, clsicas, al Magreb huele, como los romances moriscos resonantes por las torres del Albaicn y por las escaleras del Generalife; y no quiero hablar de nuestra historia, porque frica grita Alonso el Batallador al asomarse por

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    las crestas de nuestras cordilleras hticas; frica dice la cancin de Gesta, donde balbucea el primer vagido de nuestra lengua y donde constan los primeros esbozos de nuestras reconquistas; frica cantan los reyes p e -ninsulares postrados de hinojos en los altos de las Navas al entonar el Te-Deum de su triunfo; frica, Isabel la Catlica en su testamento; frica, Cisneros en Oran; frica, Carlos V en Tnez; frica, D. Sebastin en Al-cazarquivir; frica, el Infante D. Enrique de Portugal, que nos ha dejado Ceuta; frica, el Prncipe constan-te de Portugal D. Fernando, que ha inspirado Calde-rn el ms hermoso de sus dramas; y en este sueo ideal se junta toda la Pennsula desde Lisboa Cdiz, desde Cdiz Barcelona, desde Barcelona Oporto, como se juntan sus hijos todos bajo el cielo azul y luminoso que nos vivifica y nos esclarece. (Rtiidosos y prolongados aplausos.)

    Seores, no creis lo dicho y vulgarizado por ah, no creis que yo haya procurado deciros estas cosas para ostentar eso que se dice mi retrica (risas), no: bajo todo esto hay una idea utilitaria, muy utilitaria. Sabis cul es esta idea? Pues oidme: que as como aqullos que tienen segura una herencia no se precipitan jams, si son prudentes, si son cautos, y no incomodan ni hos-tigan al testador, nosotros, los herederos naturales de frica, nosotros no debemos mostrar impaciencia nin-guna, absolutamente ninguna impaciencia por poseerla. Se habla mucho de Francia y de rectificacin de fron-teras, con lo cual se han querido armar muchos movi-mientos de la opinin, en apariencia dirigidos contra su poltica, en realidad dirigidos contra sus instituciones. Pues bien; no olvidis que Tnger ha pertenecido una

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    nacin poderosa, que esa nacin poderosa lo recibi en dote de una de sus reinas, y que luego lo abandon como nosotros abandonamos Oran, y ahora se pasa los das delante de Tnger suspirando por aquella pla-za. Grande, muy grande nuestro general O'Donnell en su temeraria guerra, como demostraron los aconteci-mientos, pero, por temeraria, heroica sobre toda ponde-racin; grande, muy grande el esfuerzo de nuestros sol-dados en Sierra Bullones y en los pasos del Jel; ver-daderamente legendario, como Santiago, aquel general mrtir quien todos hemos querido tanto, y quien todos lloramos todava: grande, muy grande todo eso; pero todo eso nos ensea cmo no debemos empren-der nada militar respecto de frica, y aguardar el cum-plimiento de nuestro derecho por las evoluciones de lo porvenir. '

    Seores, se han concluido las colonizaciones milita-res, y comienzan las colonizaciones cientficas: facto-ras, y no campamentos; naves, y no ejrcitos; grandes diplomticos, y no grandes generales; escuelas donde podamos establecerlas, misioneros donde puedan or-los; mdicos, muchos mdicos; una influencia de todos los das; traducciones de aquellos libros rabes que de-muestran la comunidad de unos y otros pueblos, y que hacen latir el corazn de aquellas razas soadoras y verdaderamente religiosas; todo esto, pero nada de guerra al infiel marroqu, porque para todo espaol sen-sato la integridad del Imperio de Marruecos debe le-vantarse dogma, como la integridad del Imperio tur-co lo fu un da de la Inglaterra clsica. Y permtanme decirlo mis oyentes en este instante; permtanme decir-lo, que no recelemos nada de Francia, pues no hay mo-

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    tivo para recelar nada de Francia. Gobernada hoy por un poder completamente pacfico; dirigida en sus nego-cios extranjeros por un hombre de Estado eminentsi-mo; representada en Madrid por un diplomtico, del cual puede decirse que lleva renombre de africano, todo el mundo en Francia sabe que tiene una solidaridad de intereses con Espaa en Europa y en frica. Sobre todo, yo debo deciros, antes de concluir este punto, yo debo deciros que cuando Francia se apercibe la gran fiesta del trabajo, no hay para qu hostigarla, pues to-dos tenemos intereses mltiples en que se verifique la celebracin de la noche del 4 de agosto, la Noche Buena de la libertad, porque all muri el feudalismo y surgi la democracia, y que se verifique en paz, porque esa fiesta hoy no significa nada en el mundo significa la fraternidad universal.

    Yo, seores, quiero paz con todas las naciones euro-peas, pero en particular con las naciones latinas. Y debo ahora, muy especialmente, hablar de nuestras relacio-nes con Italia, porque me las traen las mientes nues-tras relaciones con Francia. Seores: yo conozco toda la influencia que Italia ejerce de antiguo sobre nuestra Espaa: la ejerci en las edades clsicas por medio de Roma y su derecho; la ejerce hoy en las edades moder-nas por medio de sus artes y de sus ciencias. Aunque nosotros hayamos sido los protectores de Genova; aun-que nosotros hayamos puesto los Mdicis como reyes en Florencia; aunque nosotros hayamos tenido de genera-les de nuestros ejrcitos los Saboyas; aunque nosotros hayamos reinado en aples y en Sicilia; siempre que vemos Italia, preciso es decirlo, parece que est all el nico talismn capaz de avasallar esta raza heroica

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    el talismn de su genio. Italia nos ha dominado y nos dominar siempre, virtud de naturales atracciones. Por eso yo, cuando veo en el Ministerio de Negocios Extranjeros un tan excelso artista como el Sr. Moret, le digo que recele mucho de la influencia de Italia sobre nosotros, y voy explicar por qu. Afortunadamente, las sospechas nacidas all por nuestra poltica reaccio-naria han desaparecido por nuestra poltica progresiva, y no lo eche mala parte el Sr. Pidal. Afortunadamen-te, pasaron los tiempos en que resultaba Espaa la ni-ca nacin en no reconocer el reino italiano; mas afortu-nadamente todava pasaron los tiempos en que bamos restituir el poder temporal de los Papas contra la vo-luntad del pueblo rey; pero, seores, qu desengao me prepara en estos das Italia! Yo contaba con que hubiera sido una fuerza de las naciones latinas, y no contaba jams con que hubiera sido una fuerza de las naciones germanas. Y por recelo una Francia gelfa, completamente fantstica, que no reaparecer jams, Italia se entrega, cual si estuviera en los tiempos del Dante, la Germania gibelina. En su poltica conti-nental tiene una inteligencia con Alemania, y en su poltica ocenica tiene una inteligencia con Inglaterra: se entiende con Alemania en el Continente, y con In-glaterra en el Ocano. Por su inteligencia con Alema-nia se sustituye Rusia en la triste alianza de los Empe-radores del Norte, y por su inteligencia con Inglaterra establece esa desdichada colonia de Massuaht. Seores: no quiero que por el camino de Italia vayamos com-plicaciones, ni en el Continente, ni en el Ocano. Es difcil entendernos directamente con Alemania por la cuestin de las Carolinas; es difcil entendernos con

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    Francia por antiguas hostilidades, aunque algo han des-aparecido; pero con Italia todos los Gobiernos se en-tienden fcilmente, y yo creo de antemano, que en-tendindonos con Italia, pudiramos caer en brazos de Alemania; me da grandes temores una cosa negra, pero imperceptible: ese depsito de carbn en el Mar Rojo.

    Dicho esto, en descargo de mi conciencia, y para con-cluir este punto, debo, seores, felicitar Italia; debo felicitarla de todas veras y con toda mi alma, por la libertad que ha dejado al Pontfice para entenderse con los catlicos, y por la libertad en que ha dejado los catlicos para entenderse con el Pontfice. Cuando all, en el ao 1848, la elocuencia ultramontana, que tena dejos de trenos en nuestra gloriosa tribuna, pronun-ciaba estas terribles palabras: Es necesario que el Rey de Roma vuelva Roma, que no quede en Roma pie-dra sobre piedra, yo, mojando mi pluma juvenil en el iris de mis esperanzas, anunciaba el prximo da en que, descendiendo el Pontfice de su poder temporal, pudiese subir la cima de los ideales, de donde bajan tantos consuelos los corazones y donde brilla tanta luz para las inteligencias, sin necesidad de ese trono, piedra feudal atada por los siglos brbaros al pie del Papa, que le tena inmvil y sumergido en los profun-dos abismos.

    Seores, el Pontfice, libre y soberano espiritual en una Italia parlamentaria y moderna, cuando los reac-cionarios nos haban dicho que eso no poda verse sino en una Italia teocrtica, rota, feudal, es un progreso del que debemos regocijarnos todos los liberales, porque merced l ah! la llama de las nuevas ideas no calci-nar la piedra de nuestras casas, la tumba de nuestros

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    mayores, los altares de nuestros templos; y se reconci-liarn la fe y la razn como rayos de un mismo sol, y volarn el Verbo Divino de nuestro Evangelio y el es-pritu progresivo de nuestra democracia las alturas de lo infinito.

    Todo aquello que realce moralmente al Pontfice, Cmara democrtica, debe regocijarnos, porque apaci-gua la conciencia nacional, porque es la paz religiosa, indispensable para el concierto de nuestras institucio-nes progresivas y el ejercicio de nuestros derechos natu-rales. Aunque no furamos, cual en resumen somos t o -dos, catlicos, debamos regocijarnos de esa alta unidad puesta en la cima del Vaticano, pues las cuatro grandes ideas de unidad que el mundo ha concebido, lo han do-minado incesantemente: la unidad de Dios, dogma teo-lgico de todos los pueblos cultos, aunque sea un dog-ma judo; la unidad del arte y de la ciencia, el helenis-mo, dogma cristalizado por Alejandro en su ciudad ben-dita; la unidad del derecho y de la jurisprudencia en Roma; y el catolicismo, la unidad dogmtica y moral.

    As es, seores, que cuando los romeros llegados la Ciudad Eterna desde los cuatro puntos del horizonte hayan visto al Papa sobre la tumba de los Apstoles, bajo la rotonda de los dioses, bendecido en las alturas por las trompetas anglicas, aclamado en el pavimento por los emisarios de todas las razas cristianas, no sola-mente habrn sentido aquel explayo que todas las almas religiosas sienten en tales ceremonias; habrn sentido tambin afectos de gratitud hacia esa Italia libre, la cual, merced su sabidura y su prudencia, realiza el dogma capitalsimo de nuestra fe, la separacin de lo temporal y lo espiritual, como no lo haban soado j a -

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    ms en sus esperanzas los hombres primeros de la his-toria, como no lo haban visto jams en su eterna suce-sin los pasados siglos.

    En las Cmaras hngaras, donde hay tantas religio-nes, y en las Cmaras germanas, donde vagan los es-pectros de las discordias religiosas y predominan los elementos luteranos, algunos insignes oradores se han credo en el deber de reclamar de nuevo el poder tem-poral para los Papas, y yo, representante de una nacin catlica, la ms catlica de todas las naciones; Diputa-do de un pueblo catlico, en un Congreso catlico, s a -ludo Len XIII por su grandeza moral; saludo Ita-lia por su sabidura y prudencia; saludo, seores, la re-conciliacin de la Iglesia con la libertad, y digo que han concluido los tiempos feudales, y que surge el Evangelio de la humana fraternidad.

    Seor Presidente, aqu concluyo la primera parte de mi discurso, y deseo un corto descanso para pasar la segunda parte.

    *

    Vamos la cuestin de poltica interior, y en la cues-tin de poltica interior hablemos primero de la cues-tin agraria. Yo dir una perogrullada, pero sta es una cuestin de economa poltica. Y como es una cuestin de economa poltica, declaro y confieso mi deficiencia en ella. Presentadme un problema: yo ver, y perdo-nadme la inmodestia, yo ver con facilidad, tanto como yo pueda alcanzar, el lado metafsico; ver tambin el lado moral, ver el lado poltico, ver el lado esttico; pero no ver el lado til, porque yo padezco una enfer-medad que llaman los mdicos contemporneos dalto

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    nismo, la cual consiste de suyo en no percibir los colo-res ms vivos, por ejemplo, el color rojo; y yo padezco el daltonismo de la utilidad.

    No creis que desconozco la importancia de tal idea. Sobre la utilidad se ha fundado una filosofa, y no slo se ha fundado una filosofa; estoy por decir que se ha fundado un pueblo entero. Yo creo en una economa del progreso y de la democracia, como creo en una economa del retroceso y de la reaccin. Esta cohibe, apremia, tasa, impide, con el nombre modesto de pro-teccin; mientras que la otra desata impele. Yo, se-ores, creo en la economa de la libertad, y digo al Go-bierno que puede la libertad econmica, como la liber-tad poltica, suspenderse por algn tiempo, merced circunstancias extraordinarias. No cabe dudarlo: nos encontramos, seores, en circunstancias extraordina-rias. Yo represento aqu una regin rural, como he re-presentado en otras Cortes de la Restauracin y de la Revolucin una gran ciudad mercantil.

    Pues bien; yo no recibo de ese distrito sino quejas respecto de la situacin econmica: los campos yermos, las cosechas escasas, los aperos empeados, la usura reinando en todas partes, la desolacin, la miseria y las emigraciones. Por consecuencia, deca muy bien el se-or Muro la otra tarde, y en esto nicamente me puedo yo hallar de acuerdo con el Sr. Muro respecto de eco-noma.

    Deca el Sr. Muro la otra tarde: Hay circunstancias extraordinarias? S . Pues que nos traiga el seor M i -nistro de Hacienda las medidas extraordinarias in-dispensables, seguro de que nosotros las votaremos to-das. Pero, seores Diputados, que esas medidas sean

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    expedientes, y slo expedientes; que tales expedien-tes, como excepcin, sean transitorios; porque, de-cir verdad, yo examino esas juntas de enfermos que se llaman Ligras Agrarias; yo examino esas otras jun-tas de mdicos que se llaman Conferencias Agrcolas, y yo hallo quejas fragmentadas, yo encuentro remedios locales, propsitos hasta de familias y de individuos; pero no hallo la sntesis para el remedio de nuestros males econmicos. Y no le encuentro, porque, dig-moslo en puridad, no existe, porque no existe la fr-mula qumica, la receta farmacutica, la medicina sis-temtica, para proteger todos los intereses. Os parece medicina la proposicin sustentada y sostenida con tan-ta elocuencia y con tanta profundidad en este recinto por el ilustre jefe del partido conservador? Pues, seo-res, si me dicen m desde Aragn que lo primero-que han necesitado este invierno ha sido semilla los labra-dores para sus campos, completamente yermos! Si su-bs los aranceles; si impeds el movimiento de los t r i -gos, de dnde van sacar esas semillas los pobres l a -bradores? Porque, seores Diputados, me acuerdo de lo que deca Russell: Yo no encuentro un inters que me pida proteccin y que no se funde para pedrmela en el exterminio de un inters contrario. Los tejedores piden que las telas estn protegidas, pero que las materias textiles estn muy bajas. Resultado: que los producto-res de seda de Valencia y los productores de lana de Extremadura y los de materias textiles de todas partes, se quejan de lo mismo que hace la fortuna del fabri-cante y del tejedor; porque, yo estoy loco, aqu se busca un imposible; el imposible de que los producto-res vendan el trigo caro y los consumidores compren el

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    pan barato. Pues qu, no se ha dicho con mucha gra-vedad que cueste poco bajar los trigos de Valladolid Barcelona y cueste mucho subir los trigos de Barcelo-na Valladolid?

    Ah, seores! nosotros no podemos desconocer los in-tereses, y no los hemos desconocido ni siquiera en las reformas capitales. Cuando abolimos la trata y la es-clavitud, pensamos hasta en los tratantes de carne hu-mana y hasta en los negreros. Cmo hemos de oponer-nos que prosperen todos aquellos intereses de nuestros pobres labradores para que no perezcan de hambre?

    Pero, seores, cuando yo escucho la escuela pro-teccionista, me pregunto: No es en el fondo la escuela socialista? No pide que se levante para los productores un precio artificial, como pide la otra que se levante un precio artificial para los jornales? Porque se necesita, seores Diputados, saber lo que al Estado le toca ha-cer y saber lo que no le toca hacer al Estado. Este es el problema por excelencia de la civilizacin moderna, porque si el Estado tiene que comprarme m mis l i -bros cuando no me los compran los lectores, desde ma-ana me voy dirigir al Ministerio, dicindole que pa-samos una crisis terrible de librera, y, por consecuen-cia, que me compre mis libros. Pues qu, seores, la economa poltica, y permitidme que me ocupe un poco de tal ciencia, la economa poltica, no muestra que la crisis de los ltimos aos es universal? Pues qu, un gran Ministro ingls, Goschen, no ha presentado columnas de artculos, los cuales han descendido el 25 y el 50 por 100 en toda Europa? Pues qu, ese poder adquisitivo del oro, del cual nos hablaba la otra tarde con tanta elocuencia el Sr. Moret, mi discpu-

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    lo en historia, mi maestro en economa; ese poder a d -quisitivo del oro, puede solamente alterarse por me-didas interiores? Pues qu, puede detenerse la comu-nicacin entre los continentes? Pues qu, no ha demos-trado la experiencia que hay un perodo en que la pro-duccin crece, el consumo aumenta, la industria t ra-baja, el crdito presta, el jornal sube; un perodo en que existe una especie de flujo, como el flujo del Oca-no, que dura cinco seis aos, y luego viene un re -flujo natural que lo abarata todo, que echa una canti-dad de produccin inmensa en los mercados, que sus-pende la actividad del trabajo, y que trae crisis repre-sentadas desde los tiempos de los caldeos y egipcios en aquellas siete vacas gordas y aquellas otras siete fla-cas, que son el simbolismo de la vieja economa pol-tica?

    Ah, seores! si cada producto que por el movimien-to econmico y por las invenciones qumicas se destru-ye pide una proteccin artificial en el Estado, no v a -mos concluir nunca de proteger. Pues mirad: los in-genios productores de materias dulcificantes, que nues-tros rabes tenan en todas las costas andaluzas, se arruinaron la invencin de Amrica. Los campos de barrilla, tan fecundos en las provincias de Alicante y Murcia, se perdieron por la invencin de las sosas artifi-ciales; la cochinilla, ese producto increble, ese captus que destila rubes lquidos, madurados por el sol de los trpicos, y en el cual consiste la fortuna de nuestras i s -las Afortunadas, se ha perdido, porque nada menos que en la obscuridad de la hulla se han encontrado colores tan esplndidos como los que ella daba; y si un productor pide que le protejis los aceites minera-

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    les; si otro pide que le preservis de la mejor adminis-tracin que los salitres tienen all, en Chile; si otro pide que le auxiliis contra el arroz producido por Chi-na, seores, yo no s dnde vamos parar. Por qu? Porque cada instante los productos crecen, la nave-gacin lo vara todo; aqu surge una nueva materia, all surge un nuevo elemento de trabajo, y no se puede absolutamente impedir que la luz elctrica mate al gas, que el telfono mate al telgrafo; porque, seores, la naturaleza se funda en esto: de la destruccin sale la creacin; y as como en nuestra miserable humanidad se juntan el dolor y el placer, en las entraas del planeta, obscuro y luminoso, se juntan y se besan el amor y la muerte.

    Si os quejis como se quejaba el ilustre jefe del par-tido conservador; si os quejis de que arrastre ms se-millas el Nilo, de que pendan frutos en abundancia de los rboles en Cabul, de que salen los gauchos la carne para enviar sus expediciones Europa; ya podis ras-gar hoja por hoja nuestra epopeya nacional; ya podis quejaros de que San Francisco Javier se acercase la China, porque nos produce una enorme competencia; ya podis quejaros de que descubriese Coln las Ame-ricas, porque ellas vinieron matar la propiedad alo-dial; ya podis quejaros de que Per y Mjico fuesen dominados por Hernn Corts y Pizarro, porque las minas de esos pases han alterado el valor de la mone-da; ya podis quejaros del viaje de Magallanes, que ha confundido el Asia con Europa; ya podis quejaros de la humanidad toda, pues no le queda ms que poner-se de rodillas en las estrecheces de un convento para aguardar aquel terrible da de las antiguas teologas,

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    el da del Juicio final. Ah, seores! para proteger, no nos forjemos ilusiones, se necesita un estado, clases, gremios, censura, proteccin, y nosotros no podemos consentirlo, porque nosotros hemos hecho un Estado re-ducido, que garantiza los derechos individuales y que representa la potestad nacional. Seores: yo soy repre-sentante de los pobres, de los humildes, de los demcra-tas, de los republicanos, de los que no tienen pan, de los que tienen poco pan, y yo no puedo volver mi distrito decirles, que todo el resultado de mi campaa ha sido que coman el pan muy caro. As es, seores, que com-prendiendo y encerrando la libertad econmica en la li-bertad general, yo la defiendo y digo que se tomen toda las medidas extraordinarias indispensables, pero sin detrimento del derecho. Y vamos otra cosa.

    Seores, el asunto por excelencia de que debemos tratar nosotros, es. el asunto del concurso que, sin r e -servas ni rebozos, prestamos ese Gobierno. Yo, seo-res, pesar de prestarle mi concurso, no soy ministe-rial. Bien es verdad que yo dije una frase, cuando en ciertos Consejos de Ministros me quedaba siempre casi solo, yo dije esta frase: Yo, seores, soy Ministro, pero no soy ministerial. Pues bien: yo ahora ni soy Minis-tro, ni soy Diputado de la mayora, ni soy ministerial; pero soy cooperador de la poltica liberal, cooperador de la tendencia liberal; y soy cooperador de la poltica li-beral y de la tendencia liberal, porque, seores, aqu en el mundo que nosotros habitamos reina la guerra, y como reina la guerra, existe una gran fuerza de reac-cin gloriosamente representada, y como existe una gran fuerza de reaccin gloriosamente representada, se necesita que en el otro peso de la balanza exista una

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    gran fuerza liberal, y yo pertenecer siempre esta fuerza. Porque, seores, cuando mis buenos amigos y casi correligionarios que se sientan mi derecha, se plaen con tanta elocuencia, y veces con tanta ver-dad, de los males diarios y de las realidades impuras, yo creo que all en su interior no se han dado cuenta de lo que nosotros hemos adelantado; y como no se han dado cuenta, me propongo con brevedad, en esta lti-ma parte de mi discurso, decirles lo que fueron las ideas liberales y democrticas en su estallido, lo que fueron en la Revolucin, lo que fueron en la Restaura-cin, y lo que ahora han venido ser en este perodo de grandes y profundas soluciones.

    Ah, seores! En qu consiste la poltica de los de-mcratas, poltica que tiene dos bifurcaciones, la bifur-cacin monrquica y la bifurcacin republicana? En qu ha consistido la poltica de los demcratas? Pues la poltica de los demcratas ha consistido en una sntesis. Hubo un tiempo en que la poltica slo se cur de que los hombres fueran libres y no de que las naciones fue-ran soberanas, y esa poltica se la llam doctrinara; hubo otro tiempo en que la poltica slo se cur de que las naciones fueran soberanas y se cur muy poco de que los hombres fueran libres, y esa poltica se la lla-m poltica jacobina. Pues bien; la democracia tiene dos representaciones: la monrquica, que est tan ilustre-mente representada por el primer orador de esta Cma-ra, por el Sr. Martos, que la preside con el derecho de nuestros votos y con el derecho de su superioridad, y la republicana, que est representada por nosotros. Y esta poltica qu ha hecho? Ha unido los derechos indi-viduales y la soberana nacional. Es verdad que los mo-

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    nrquicos creen compatibles la soberana nacional y los derechos individuales con la monarqua; es verdad que nosotros los republicanos creemos estos principios in-compatibles. Pero, seores, yo no he hecho ms que dos rectificaciones en mi vida. Yo he rectificado el concepto de la federal, y he rectificado este concepto, porque mis largos estudios y mis reveladoras experiencias me han dicho, que la idea de federacin es un retroceso respecto de la idea de nacionalidad, y que caben las federaciones entre nacionalidades formadas; pero no cabe la federa-cin dentro de una nacionalidad sin riesgo de romperla y destrozarla. (Muy bien.) No soy, pues, federal. He rec-tificado mis principios respecto de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Si yo mandase, jams, jams lle-gara yo una idea que ha enamorado todo el mundo; jams llegara yo la separacin de la Iglesia y el E s -tado: quiero un patronato y un presupuesto eclesistico. Pero fuera de esto, seores, fuera de esto, en qu he cambiado yo? L a poltica seguida por m es siempre la misma: desde el discurso del teatro de Oriente ha fr-mula del progreso; desde La frmula del progreso los cuatro peridicos que he dirigido redactado; desde los cuatro peridicos mi apostolado en la primer Consti-tuyente revolucionaria, donde represent siempre la de-recha del partido republicano; desde mi apostolado en esta Cmara mi discurso del 3 de enero, en que, pose-yendo el Poder y pudiendo guardarle con slo halagar un poco las pasiones de aquella Cmara, dije, con una lealtad de que jams me arrepentir, cmo no poda fun-darse la Repblica sino contra los intransigentes y apo-yada en la izquierda del partido liberal; desde aquel discurso inolvidable al primer discurso de la Restaura-

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    cin, en el que dije delante de una Cmara, que debo reconocerlo en su obsequio, me oa con tanta atencin y con tanto cario como ahora me os vosotros: yo no vengo maravillaros por mi temeridad, vengo mara-villaros por mi prudencia; yo pido que los Poderes par-lamentarios predominen sobre todos los Poderes pbli-cos y que vuelva la gobernacin del Estado al partido liberal; desde aquel discurso al discurso de la ley elec-toral, en el que dije: si despus de haber sido los r e -publicanos tan pacficos en frente de la Restauracin, cuando venga de nuevo el partido liberal, representado por el Sr. Sagasta, salimos las calles, si abrimos los cuarteles, si vamos la revolucin, debemos decir lo que dijo Bruto en la noche de Filipos: Libertad; nom-bre vano, engaosa palabra; esclavo del destino, he credo en t; y desde aquel discurso hasta este discur-so, en que con la frente muy alta, con la voz muy clara y en frase muy sencilla, digo que apoyo ese Gobier-no, porque ese Gobierno da la libertad religiosa, la l i -bertad cientfica, la libertad de imprenta, la libertad de reunin, la libertad de asociacin, el jurado, el su-fragio universal, y estoy unido con ese Gobierno, no por intereses transitorios, que ninguno tengo con esta situacin, sino por grandes y luminosas ideas.

    Hagamos el inventario de nuestras libertades, em-pezando por la libertad religiosa. Seores: yo me acuer-do del ruido que se arm mi primer discurso, cuando yo apenas tena veintin aos. En aquel discurso pro-puse, con la impaciencia propia de la juventud, en su exordio, nada menos que la libertad de cultos. Nacido yo de una santa mujer, la cual, educada en una familia de tradiciones catlicas, haba sido mrtir de la terri

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    ble reaccin del ao 23, y as amaba con igual fervor la religin y la libertad; por no herir el corazn de mi madre, y hasta cierto punto el corazn de mi patria, encerr aquellas ideas en arreboladas nubes de incienso y en msticos vidrios de colores; pero all estaban, y all queran decir: tolerancia con todos los cultos sobre esta tierra intolerante; opcin de todos los ciudadanos para los cargos pblicos, cualesquiera que fuesen sus ideas religiosas, y, sobre todo, para los cargos universi-tarios y escolsticos. Estas ideas repugnaban de tal modo al sentimiento nacional, que llegado al Poder un partido como el partido progresista, despus de una re-volucin radicalsima como la revolucin del 54, se l i -mit transferir del Cdigo penal al Cdigo poltico un artculo, en el cual se declaraba que ningn espaol ni extranjero sera perseguido por sus ideas religiosas, con tal que no las manifestaran por actos pblicos opuestos la religin: oera ridiculsima, la cual nos cost, gracias al inmenso espritu reaccionario volcado sobre el pas por las .camarillas de los conventos y de los palacios, el ver bombardeadas las Cortes, el ver cado Espartero y el ver enterrado vivo el Cdigo constitucional, pesar de colaborar en l repblicos eminentes, desde Rivero hasta Sgasta, desde Sagasta hasta Cnovas. Seores, la revolucin triunf y trajo la libertad religiosa. E l joven, que la haba proclamado en su primer discurso, logr, como premio de su obra, contender aqu con el representante de la reaccin r e -ligiosa, con el cannigo Manterola, y pronunciar un discurso odo entre aclamaciones por aquella Cmara, cuyo nombre brillar siempre en nuestros anales y en nuestra memoria agradecida.

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    Vino la Restauracin, y si aqu puedo equivocarme, mis vecinos, que estn cerca, me rectificarn. L a Res-tauracin no anduvo en materias religiosas tan intransi-gente y severa como anduvo en materias polticas. Nos dej una tolerancia religiosa que no lleg nunca liber-tad; pero muy aceptable, tan aceptable que yo la defen-d desde aqu en contra de los mejores amigos del Pre-sidente del Consejo de Ministros que haba entonces. Pues bien; qu sucedi pesar de esto? Sucedi que la tolerancia religiosa no pudo aplicarse, ni al matri-monio, ni la ctedra. Se derog con dureza el matri-monio civil, y luego los catedrticos ms devotos del espritu moderno, ms dados al culto de la ciencia, sa-lieron de la Universidad, proscritos por una circular, en la cual se les impona sujecin forzosa, lo mismo la religin del Estado que la forma por el Estado revestida en aquellas circunstancias. No quiero decir cuntos discursos pronunciamos en contra de tal medi-da los que estn sentados en aquellos bancos (sealan-do, los de la mayora) y yo. Por. fin subi al Poder el partido liberal; entr en el Ministerio de Fomento un amigo mo, que hoy desempea la cartera de Goberna-cin, y con una profundidad de miras, que todos le he-mos reconocido, y con un esfuerzo de voluntad y de in-teligencia, que todos le hemos alabado, sujet los ca -tedrticos al derecho comn, y pudieron stos volver soberanamente sus ctedras, y volvieron con ventajas, que nosotros no habamos obtenido nuestro regreso despus de triunfar la Revolucin. Yo os pregunto, pro-fesores de la ciencia: vosotros, que sabis cmo ha cos-tado Europa dos siglos terribles el obtener esta liber-tad de pensamiento; vosotros, que sabis cmo esa liber-

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    tad es la nica compatible con los diversos estados men-tales, porque aqu, merced al tiempo en que ha venido la emancipacin religiosa, no hay sectas teolgicas y slo hay sectas filosficas, no os creis en el caso de prestar vuestro concurso ese Gobierno que ha plan-teado la primera de las libertades, la libertad de con-ciencia? Pues yo s, porque entre las muchas memorias que Dios me conserva, todava me conserva la memo-ria del corazn.

    Hablemos ahora de la libertad de imprenta. Seores: qu ha sido en Espaa la libertad de imprenta? Aun-que nuestros padres llamaban enfticamente la prensa el cuarto poder del Estado, deban decir esto por lo mu-cho que la subrogaban los dems Poderes pblicos. L a Constitucin de 1845 prohiba la previa censura, pero los Ministros de la Gobernacin y los fiscales de im-prenta se daban tales trazas, que por do quier surgan censores.

    Y haba el lpiz rojo, el lpiz amarillo, el lpiz ver-de, el lpiz negro. Escribir un peridico en aquel tiem-po era como hacer uno de esos cuadros impresionistas de ahora, en los que lanza el pintor su paleta, mancha con esta paleta su lienzo, y luego ve uno all todo lo que quiere ver, menos pintura. Pues, seores, no po-damos escribir; sencillamente no podamos escribir! Formbamos la redaccin de un peridico clebre, el ilustre Presidente del Congreso, un Senador que se sen-tar pronto en la otra Cmara y el Diputado que habla en este instante, una todos bajo la direccin del emi-nentsimo publicista D. Nicols Mara Rivero. Pues bien; el jefe de nuestra redaccin era un periodista muy renombrado entonces, y que ahora ocupa un lugar tcni-

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    co muy alto en la redaccin del Diario de Sesiones, y no teniendo aquel publicista materia de qu escribir, r e -dact un artculo con este nombre: el King-Kwang. Ah! E l King-Kwang era un juego chino que las familias de la clase media jugaban sobre la camilla cubierta de verdes bayetas, al amor del brasero, resguardado por corres-pondiente alambrera; y all hacan figuras y combina-ciones geomtricas con tringulos y cuadrados de metal. Pues, seores, el artculo titulado King-Kwang fu reco-gido por atentatorio las instituciones del Estado, la monarqua y la moral pblica. (Risas.)

    Vino la Revolucin, y se encontr con depsito de 15.000 duros; editores responsables que costaban un ojo de la cara. Yo tena tres en la crcel durante la emigracin, y estaba condenado repartir con ellos el pan de mi trabajo; y gracias Dios, que como en Am-rica tengo algunos lectores, poda ganarlo; pero lo com-parta con ellos. E l Sr. Montero Ros, cuyo nombre han ilustrado tantas reformas y tantos progresos, public el Cdigo, en que se sujetaba la prensa al derecho co-mn; y ese Cdigo fu votado por la minora republica-na de 1870. Quiera Dios que prospere y nos lo conser-ve largo tiempo! En esto soy amigo de la inmovilidad. Pero, seores, vino la Restauracin, y aqu empez Cristo padecer! Se tradujeron las leyes imperialistas de los Bonapartes, y se puso nada menos que la previa autorizacin. En tres aos no pudo el partido republi-cano histrico alcanzar una autorizacin; nada menos que en tres aos! Y no quiero decir nada del derecho penal que domin en materia de imprenta: se perse-gua el instrumento del delito, y no se persegua al de-lincuente, derogndose todos los principios del derecho

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    penal y pblico. As pasaba, que los peridicos desapa-recan por advertencias, por supresin; era una ley ex-traa que castigaba como un delito el escribir siquiera la palabra Repblica. Vino el partido liberal; y lo que haba hecho mi amigo el Sr. D. Jos Luis Albareda con la ctedra, lo hizo con la imprenta mi otro ilustre ami-go el Sr. D. Venancio Gonzlez. L a imprenta qued libre. Despus de cuatro aos, lo primero que hice fu dar un grito de Viva la Repblica! que reson en todas partes.

    Sabis lo que cost la libertad de imprenta en nues-tro siglo? Pues cost la Corona, seores, nada menos que una dinasta tan vieja y noble como la dinasta de los Borbones; y pesar de que Luis Felipe subi al tro-no merced las Ordenanzas de Julio, dej establecida la ley represiva, dej existente la barbaridad del dep-sito, dej vivo el editor responsable. Nosotros no tene-mos depsito, ni editor responsable, ni penalidad espe-cial. Creis que no hemos adelantado nada? Creis que no merece nada quien ha establecido esa libertad en virtud de compromisos suyos, mas para bien de todos? Creis que no debemos concurso ese Gobierno? Pues yo se lo debo y se lo presto.

    Vamos la libertad de reunin. Esta no la conoca-mos ni de odas. E l Cdigo penal declaraba ilcitas to -das las reuniones superiores veinte ciudadanos; es de-cir, que no podan reunirse ms de veinte ciudadanos sin permiso de la autoridad. Qu suceda? Que el derecho de reunin estaba merced de un gobernador, como se encuentra en Turqua merced de un baj. Haba un gobernador bonachn, quien le tocaba la lotera, y es-taba de buen humor? L a reunin se celebraba. Haba

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    un gobernador quien, por ejemplo, le dolan las mue-las? Pues la reunin se prohiba. Recuerdo la primera vez que fui Alicante, despus de mi larga ausencia, en 1859, mandando ndamenos que la Unin liberal. Ha-ba un gobernador, persona muy apreciable, que hoy ocupa un alto puesto en el Consejo de Estado. Nos reu-nimos diez y nueve: tuvimos alrededor de la mesa vein-tin esbirros. Recuerdo que en Reus el subgobernador consinti una reunin; pero en esa reunin no se haba de pronunciar la palabra democracia. Yo la pronunci y all fu Troya. Si en vez de hallarse un amigo mo en el Ministerio de la Gobernacin, como el Sr. Bahamon-de, quien me dijo: D usted gracias Dios que le quie-ro, se halla una persona, que no me hubiera conocido, por ejemplo, el Conde de San Luis, voy la crcel y quizs desde la crcel al presidio de Barcelona.

    Se llev tal punto la reaccin, que un Ministerio, ese Ministerio, cuya cartera de Gobernacin desempe-aba el Sr. Bahamonde (El Sr. Cnovas del Castillo pronuncia algunas palabras que no se oyen.) Ya sabe el Sr. Cnovas que de arrepentidos est el cielo lleno. (Risas.) Pero el Sr. Alonso Martnez no estaba en el departamento de Gobernacin, como est en el depar-tamento ahora de Gracia y Justicia, como est ahora con tanta gloria suya y provecho para la patria. Pues bien, sabis por qu se prohibi la reunin de los no electores? Para ponernos en un brete nosotros los de-mcratas; porque para ser elector se necesitaba pagar 400 reales de contribucin, y yo no quiero decir que, excepto algn gran abogado como el Sr. Martos, los de-ms no slo no pagbamos los 400 reales, sino ni un maraved. Por consecuencia, no podamos tener dere

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    cho electoral; pero se hiri al partido progresista: ste acept la revolucin, se uni con los demcratas y se fu aquella dinasta. Publicse una ley concediendo un tanto el derecho de reunin, y como mandara un G o -bierno de relativa tolerancia, el cual se llamaba M i -nisterio Mon-Cnovas, celebrronse dos grandes reu-niones, una por el partido progresista en los Campos Elseos, y otra por los demcratas y progresistas en el entierro de Muoz Torrero, y sobre aquellas cenizas establecimos entonces nuestra coalicin. Y , seores, se arm tal terror, que por el mes de mayo junio se ha-ban celebrado estas reuniones, y por el mes de sep-tiembre se haba ido el tolerante Ministerio Mon-Cno-vas y haba venido un Gobierno presidido por D. R a -mn Mara Narvez. Lleg luego, consecuencia de los sucesos de la Universidad, el Ministerio O'Donnell, donde desempeaba el Sr. Cnovas la cartera de Ultra-mar, y este Gobierno concedi un lato derecho de reu-nin, tan lato que se celebr una en el teatro del Circo, donde hablamos el seor Presidente del Congreso y el Diputado que os dirige la palabra, y los dos fuimos pro-cesados. Surgi la Revolucin, y entre las grandes con-quistas que debemos al Cdigo del Sr. Montero Ros, le debemos tambin sta que yo hago constar con toda gratitud; pero luego, venida la Restauracin, no pu-dimos reunimos. Mas, al poco tiempo, en la segunda Cmara, el Gobierno present un proyecto de ley, y seores, nosotros no engaamos al Gobierno del seor Cnovas, porque recuerdo que el Sr. Martos, el Sr. L a -bra, el Sr. Becerra y yo hablamos en aquel debate, y dijimos que la ley propuesta estaba con arreglo nuestros principios, porque se sujetaban las reuniones

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    al Cdigo penal. Pero Dios mo! lleg el momento de aplicarla: vino el n de febrero, y los republicanos, en virtud de la ley y por sujetarse al Cdigo penal, se cre-yeron en el derecho de reunirse; lo prohibi el Gobier-no, y vino entonces la situacin liberal y nosotros nos reunimos, y desde aquel entonces hasta ahora predo-mina con gran predominio el respeto escrupuloso al de-recho de reunin, y ha pasado inclume ese derecho, y debo decirlo en justicia ese partido, en el ltimo pe-rodo conservador, y de l hemos usado y hasta abusado un poco nosotros los republicanos.

    (El Sr. Romero Robledo: Y la manifestacin de Rio-tinto?)

    Pues he aqu el derecho de reunin tal y como lo he-mos conseguido.

    Y aqu voy hablar, despus de haber hablado del derecho de reunin, voy hablar del derecho de aso-ciacin, porque, aunque os moleste, quiero seguir ha-ciendo el inventario de nuestras libertades. Ah, seo-res! Veis esa democracia que por la elocuente voz del Sr. Martos ha elevado sus frmulas hasta el trono? Al organizarse la primera vez cay en la crcel. Yo conoc al Sr. Becerra en la crcel, conoc al Sr. Rivero en la crcel, conoc al Sr. Aguilar en la crcel, conoc al se-or Ordax y Avecilla en la crcel. Al Sr. Rivero le re-cluyeron en cierto calabozo, cerca de cierto sitio no muy bien oliente, y estuvo punto de asfixiarse, y has-ta la plata que llevaba en el bolsillo se le puso negra. Sabis qu peda el fiscal, quien no quiero aludir, pero se sienta en estos bancos? Pues peda para el'seor Rivero, por haber querido formar el partido democr-tico, cadena perpetua, y no peda la pena de muerte por

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    humanidad. E l derecho de asociacin, digmoslo todo, ha sido uno de los derechos ms repulsivos al partido progresista; y ha sido un derecho repulsivo al partido progresista, porque sus dos tradiciones, la tradicin en-ciclopedista y la tradicin burguesa, como ahora se dice, le vedaban aceptar ese derecho. As es que, entre las diversas complicaciones tenidas por nosotros con el partido progresista durante la Revolucin, una vez lo quebrantamos por la Internacional; por el derecho de los internacionales reunirse; de los internacionales, que no saban que estaban destinados ser presididos por el Sr. Cnovas del Castillo. (El Sr. Cnovas del Castillo: Represento al Gobierno.) Representa S. S. al Gobierno? No saba que S. S. lo representara. (El se-or Cnovas del Castillo: Me ha nombrado.) Pues aun-que S. S. representa al Gobierno, la reunin es socia-lista. (El Sr. Cnovas del Castillo: No saba yo que el Gobierno era socialista.) El derecho de asociacin se halla hoy completamente asegurado. Pues bien, seo-res, en qu se fund toda la poltica de la Restaura-cin? Qu litigamos durante todo el perodo de la Res-tauracin? Pues litigamos sobre la legalidad del partido republicano. El Sr. Cnovas del Castillo, en virtud de sus respetables ideas doctrinarias, y creyendo la Mo-narqua consubstancial con el pueblo espaol, negaba la legalidad del partido republicano, y el Sr. Sagasta, en virtud de sus tradiciones progresistas, porque en esto no ha cambiado el partido progresista, defenda la So-berana nacional, el derecho de los pueblos darse la forma de Gobierno que mejor les cuadre, y, por tanto, la legalidad del partido republicano. Siendo la poltica una lucha, y representando en esta lucha los conserva-

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    dores la ilegalidad del partido republicano y el Gobier-no de hoy la legalidad del partido republicano, con quin queris que nos vayamos nosotros? Porque, seo-res, que representa ese Gobierno la Soberana nacional, no hay para qu dudarlo: uno de los triunfos ms altos del Sr. Azcrate, consiste en haberle hecho confesar, como confes de grado el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, que la nacin espaola poda cambiar su forma de Gobierno, segn su voluntad; y la otra tarde le omos al mismo seor Presidente del Consejo decir cmo haba conspirado contra los Borbones, cmo ha-ba servido la Regencia, cmo haba querido que se salvase toda costa el Rey demcrata, cmo haba ido la Repblica, cmo no se haba unido D. Alfon-so XII hasta despus de haberlo legitimado unas Cor tes, principios todos que son homenajes la Soberana nacional. Con quin queris que estemos nosotros, con la Constitucin interna con la Soberana nacional?

    Pero adems hay dos principios, seores, que se van plantear: el principio del jurado popular y el princi-pio del sufragio universal. Para m el jurado popular es la conciencia social; para m el sufragio universal es la voluntad social. Yo creo que intilmente procurare-mos cambiar los temperamentos revolucionarios y gue-rrilleros del pueblo, de las ciudades y de los campos, si no le decimos, que de su juicio pende la honra de sus conciudadanos, si no le decimos que de su voto surge el Gobierno; porque as, sabindolo el pueblo, con esta lucidez que tienen los pueblos occidentales y meridio-nales, el pueblo espaol, lejos de buscar la libertad en el Mesas y en un mesianismo armado, la buscar en el seno del derecho y en el ejercicio de sus virtudes cvi-

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    cas. Los que buscan las cosas grandes causas peque-as, no comprenden, no alcanzan todo lo que aqu se ha hecho; no saben que la libertad filosfica, esttica y religiosa es la manifestacin del sentimiento social; no saben que la libertad de imprenta, que la libertad del libro y del peridico es la manifestacin del entendi-miento social; no saben que el jurado es la manifesta-cin de la conciencia social, y que el sufragio universal es la manifestacin de la voluntad social, y, por consi-guiente, que la plenitud del hombre se realiza en esta plenitud de libertades. Ah! La frmula de los seores Alonso Martnez y Montero Ros! Qu cosa tan peque-a para los que miran las ideas polticas superficialmen-te pero qu cosa, tan grande para los que sabemos su transcendencia! Esa frmula no significa el que se haya reunido el partido fusionista con el partido demo-crtico; significa que se ha reunido la clase media pro-gresista con la clase popular liberal, representada por los demcratas. Seores, la desunin ha causado todos los males de la libertad, y la unin ha producido, en cambio, muchos bienes. Cuando la demagogia de Clen separ los patricios y los plebeyos atenienses, muri la mejor de las Repblicas, la Repblica de Atenas; cuan-do la democracia de Catilina separ los caballeros y los senadores romanos de su plebe, el infame alfiler de Ful-via pudo taladrar la lengua de Cicern y acostarse beo-do el pretoriano Antonio sobre la tribuna de los Ros-tros; el influjo de los ciompis en las clases populares de Florencia hizo que Miguel ngel extendiera la noche sobre la tumba de aquella libertad tan creadora; la voz de Babcef, predicando la comunidad de bienes, trajo el 18 Brumario; la barricada erigida por los socialistas en

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    junio trajo el 2 de diciembre; y la unin debieron los aragoneses sus Municipios y sus Cortes; la unin debi Inglaterra sus Parlamentos y su Jurado; la unin debieron Italia y Grecia su independencia; la unin de Gambetta con Thiers debi Francia su tercera Repblica; y la unin entre todos los demcratas, y todos los liberales, y todos los republicanos, deberemos la honra, la libertad y el progreso de nuestra patria. (Ruidosos aplausos.)

    Y voy concluir. Estadme un poco atentos, porque voy dirigiros algunas observaciones importantsimas. Seores Diputados, cada nombre ilustre del siglo xix va unida una reforma. E l nombre de O'Connell va unido la emancipacin de los catlicos irlandeses; los nombres de Lincoln y de Wilberfoce van unidos la extincin de la esclavitud en dos pueblos hermanos; el nombre de Cobden, la libertad mercantil; el nombre de Russell, la primera reforma electoral; el nombre de Ledru Rollin, al sufragio universal; y nosotros, que la manera del gran O'Connell, hemos emancipado la conciencia; nosotros, que la manera de Lincoln, he-mos abolido la esclavitud; nosotros, que la manera de Cobden, hemos roto la muralla prohibicionista de nues-tra tierra; nosotros, que hemos trado tantas reformas y tantos progresos, por aquello de que no hay hombre grande para su ayuda de cmara, y menos para los ayu-das de cmara espaoles; por aquello de que ninguno es profeta en su tierra, y menos en esta tierra de E s -paa, nosotros no hemos hecho nada, no significamos nada, no somos nada; y lo que saben de nuestra obra los negros del Congo, los indios del Missisip, los g i -gantes de la Patagonia, no lo saben nuestros polticos

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    de caf, quienes se consagran da y noche despelle-jarnos en nuestra vida pblica y en nuestra vida priva-da, porque hayamos subido estas alturas ms brillan-tes que tiles, convirtindolas por la hil que nos dan y por las espinas con que nos coronan, en triste y omi-noso calvario. (Grandes aplausos.) Yo tengo un delito para esas gentes. Yo he querido reemplazar la revolu-cin con la evolucin; yo he querido transformar un partido de revolucionarios en un partido de evolucio-nistas. Esta ley, llamada en Geologa de creacin gra-dual; esta ley, llamada en Botnica de transformacin vegetal; esta ley, llamada de transformacin en las len-guas; esta ley, llamada de progresin orgnica en Histo-ria Natural; esta ley, llamada por Hegel serie dialcti-ca; esta ley, aplicada sabiamente la poltica, destru-ye las revoluciones, pero tambin destruye las reaccio-nes, y merced ella no hay erupciones volcnicas, no hay estremecimientos terrestres, pero en cambio no hay la triste desgracia de los retrocesos; y la sociedad va cambiando sus fases segn se acerca al ideal, como cambia la tierra sus estaciones segn se acerca no al sol que nos alumbra. (Aplausos.)

    Ah, seores! Yo he dicho mis afines, yo se lo he dicho y se lo repito ahora con toda la sinceridad de mi alma y con toda mi estimacin: vosotros saldris del retraimiento, y han salido; vosotros llegaris las C -maras, y han llegado; vosotros preferiris el mtodo le-gal al mtodo revolucionario, y le han preferido; voso-tros romperis esa coalicin en mal hora urdida, y la han roto; no porque yo les hipnotice y les sugiera mi voluntad, sino porque yo soy un astrnomo poltico, que colocado en este sitio, conozco el afelio y el perihelio

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    de los partidos, como conocen los astrnomos de nues-tros observatorios el afelio y el perihelio de los plane-tas. (Aplausos.) Y ahora nos vamos encontrar en una situacin muy difcil, pero muy difcil.

    Esta situacin la expres con gran profundidad de pensamiento, con ventura en la forma, para ser ms co-rrecto, mi amigo, mi condiscpulo el seor Ministro de Fomento. Esa dificultad la expres con exactitud el se-or Ministro de Fomento, y confieso que desde aquel da me hallo sumergido en un mar de meditaciones. Pues qu, seores Diputados, somos aqu menos que los franceses en Pars, que los ingleses en Londres, que nuestros afines los italianos en Roma? Y en Londres la Reina Victoria, tiene los Ministros que quiere? De j o -ven prefiri el wigh Melbourne al tory Peel, y las C -maras y los comicios le impusieron al tory. En la ma-durez de su edad aquella ilustre y venerada seora, pre-firi siempre Disraeli Gladstone, y los comicios y los Congresos le impusieron Gladstone. Qu va ser de nosotros, Sr. Azcrate? Y me dirijo al Sr. Azcrate por ser el nico que cree en la compatibilidad de la demo-cracia y la Monarqua, porque no estoy muy seguro de lo que desean sus amigos causa de que las inteligen-cias de ese grupo se parecen los relojes de Carlos V, que nunca daban la misma hora. (El Sr. Azcrate: Pido apalabra.) Mi deudo el Sr. Azcrate, qu va hacer? Me mandan m peridicos, libros, folletos de todas las partes del mundo. E l otro da, registrando yo la Re-vista de Oriente, peridico que tiene la particularidad de que es el nico que lee Alejandro Dumas, me encon-tr con un discurso de Bratiano, el jefe del Ministerio en Rumania, y Bratiano dice: Yo puedo defender al

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    monarca mejor que ningn otro estadista del pas. Por qu? se preguntaba. Porque yo no debo nada al monar-ca. El Gobierno me ha sido dado por los comicios y lue-go por las Cortes; el Rey no me ha designado las Cor-tes; las Cortes me han designado al Rey; yo tengo ms autoridad que nadie para defender al Rey. Seores, puesto que el Sr. Azcrate cree en la compatibilidad de la Monarqua con la democracia, qu le va pasar al Sr. Azcrate el da en que los Gobiernos suban de aba-jo y no bajen de arriba, el da en que los Gobiernos se deban la nacin y no se deban al trono? Se guardarn las frmulas; pero cambiarn las realidades. Pues qu, el Sr. Azcrate, porque el Rey convoque las Cortes, se cree rebajado en sus ideas al sentarse en este Congreso convocado por el Rey? Pues qu, el seor Azcrate, por-que el Rey firme su nombramiento de catedrtico, no se cree un catedrtico independiente, llevando la firma del Rey en su nombramiento? Teniendo todas estas preeminencias el Rey, la realidad que se impone le dice al Sr. Azcrate que l no es ni catedrtico, ni diputado por el Rey, aunque el Rey convoque las Cortes donde l es diputado, y firme un decreto una Real orden nom-brndole catedrtico. Seores: yo no hablo de m; pero yo hablo, qu de nosotros, quienes poco poco estamos mandados recoger! yo hablo de las generaciones que vienen, de los partidos que se forman, de la influencia que los hechos ejercern sobre todo esto; y querer ne-garlo, es como querer negar la presin del aire sobre los barmetros, la presin del calor sobre los termmetros, la presin del satlite sobre los mares. Qu suceder cuando planteemos el Jurado, el sufragio universal, y establecidos el Jurado y el sufragio universal, cambien

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    las condiciones de la poltica? Qu har el Sr. Azc-rate?

    E l Sr. Azcrate, tutendome, como debe, por causa de nuestro parentesco de afinidad, me dir: Qu hars t? Pues lo voy decir. Pues 3^ 0 qu he de hacer? Yo, y hablo en personal, yo no puedo ser nada en la Monar-qua, no quiero ser nada en la Monarqua, no debo ser nada en la Monarqua: ni Presidente del Congreso, ni Presidente del Senado, ni Presidente del Consejo, y casi estoy por decir que esto ya no lo puedo ser en ninguna parte, por haber sido Presidente de la Repblica; no puedo ser ni Presidente del Consejo; podra ser Presi-dente del Senado del Congreso, por ser representa-ciones muy altas; pero no puedo ser ni Presidente del Consejo de una Monarqua; y no puedo ser nada, ni quiero ser nada, ni debo ser nada en una Monarqua. Cuando me lo propusieran les dira aquel verso de nuestro poeta:

    Aqueste es el Castaar, Que en ms estimo, seor, Que cuanta hacienda y honor Los Reyes me puedan dar.

    Yo soy republicano histrico, republicano intransi-gente, republicano de toda la vida, republicano por conviccin y por conciencia; el que duda de mi repu-blicanismo me ofende y me calumnia; por consecuen-cia, yo no quiero ser nada en ninguna Monarqua. Pero, seores, pongamos las cosas en su punto. Hubo un tiempo, en que nuestro fanatismo nos llev creer en la incompatibilidad completa de la Monarqua con

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    las libertades pblicas. En vano exista el principio monrquico en Inglaterra, en vano exista en Blgica, en vano exista en Suecia y Noruega, en vano exista en mil puntos donde la libertad reinaba; nosotros erre que erre en que la Monarqua y la libertad eran in-compatibles. Pues yo voy decir una cosa: Vuestra Monarqua, con las libertades que hoy tiene, vuestra Monarqua es una Monarqua liberal. Ser una Monar-qua democrtica? Ah, seores! Aqu est la cuestin. Vencernse ciertos fatalismos? Se sobrepujarn cier-tos espritus al medio ambiente, como ahora se dice? Bajar de lo alto una inspiracin de la conciencia hu-mana tal, que en ninguna de nuestras instituciones deje de realizarse el ideal de nuestro progreso? No lo s. Pero debo decir, que si vuestra Monarqua es hoy una Monarqua liberal, vuestra Monarqua ser maana una Monarqua democrtica, en cuanto se haya establecido el Jurado popular y el sufragio universal. Y as como dije los mos, y no me oyeron, en cierta noche cle-bre: nuestra Repblica ser la frmula de esta genera-cin, si acertis hacerla conservadora, os digo ahora vosotros: vuestra Monarqua ser la frmula de esta generacin, si acertis hacerla democrtica. (Muy bien.)

    Ah! Yo s lo que me queda por hacer. Yo no puedo cooperar activamente al Gobierno de una Monarqua democrtica por lo que tiene de Monarqua; yo no pue-do combatir al Gobierno de una Monarqua democrti-ca por lo que tiene de democracia. Yo nunca, jams, antes me arrancar la lengua, lo jur en la madrugada del 3 de enero, yo nunca combatir ningn Gobierno liberal, y mucho menos ningn Gobierno democrti-

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    co. Ah, seores! Yo concluir mi vida por donde la he comenzado. Cuando era joven enseaba oralmente, de palabra, en mi ctedra, el amor la patria hombres tan ilustres como el Sr. Moret, como el Sr. Gamazo, como el seor Duque de Veragua, como el seor Mar-qus de Sardoal. Que se levanten todos, y que digan si, reunidos all, no formbamos de nuestra Espaa una especie de divinidad, y no nos prosternbamos todos los das en su presencia. Pero ya no puedo hacer esto oralmente, porque la oratoria es un arte de jvenes, y no es un arte de viejos; la oratoria necesita fuerzas que an tengo, pero que se me acabarn muy pronto. Yo me dedicar escribir la historia nacional, si vos-otros dais la libertad con la democracia, medida que mi sangre se hiele, que mis ojos se extingan, que mi voz se apague, aquel comercio con los hroes que han hecho de sus huesos este suelo, con los mrtires que han de sus sacrificios henchido estos aires, con los pen-sadores y con los poetas que han puesto tantas ideas inspiraciones en este cielo como estrellas y luz pusiera Dios; acaso me rejuvenezca, y me quede tiempo, no slo para cantar aquella epopeya, en cuya virtud nues-tra Espaa, rota en Guadalete y refugiada en Covadon-ga, descendi de all para engarzar los mares como es-m


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