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La literatura en peligro rus:MaquetaciÛn 1

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Tzvetan Todorov

LA LITERATURA EN PELIGRO

Traducción de Noemí Sobregués

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Título de la edición original: La littérature en périlTraducción del francés: Noemí Sobregués

Publicado por:Galaxia Gutenberg, S.L.Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª

[email protected]

Primera edición en Galaxia Gutenberg: julio 2009Primera edición en este formato: mayo 2017

© Flammarion, 2007© de la traducción: Noemí Sobregués, 2009

© Galaxia Gutenberg, S.L., 2017

Preimpresión: Maria GarciaImpresión y encuadernación: Prodigitalk

Depósito legal: B. 13461-2017ISBN: 978-84-17088-28-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización

de sus titulares, aparte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO(Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear fragmentos de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)

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Prólogo

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9PRÓLOGO

Hasta donde soy capaz de recordar, me veo rodeadode libros. Tanto mi padre como mi madre eran biblio-tecarios, de modo que en casa siempre había libros desobra. Constantemente estaban haciendo planes paracolocar nuevas estanterías que pudieran absorberlos,y mientras tanto los libros se acumulaban en las habi-taciones y los pasillos formando frágiles pilas entre lasque yo me deslizaba. Tardé poco en aprender a leer yempecé a devorar relatos clásicos adaptados para jó-venes: Las mil y una noches, los cuentos de Grimm yde Andersen, Tom Sawyer, Oliver Twist y Los misera-bles. Un día, cuando tenía ocho años, leí una novelaentera. Seguramente me sentí muy orgulloso de mímismo, porque escribí en mi diario: «¡Hoy he leídoSur les genoux de grand-père, un libro de 224 pági-nas, en una hora y media!».

En mi época de estudiante en la escuela y en el ins-tituto seguí amando la literatura. Entrar en el universode los escritores, clásicos o contemporáneos, búlgaroso extranjeros, cuyos textos ahora leía íntegramente,

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siempre me hacía estremecer de placer. Podía satisfa-cer mi curiosidad, vivir aventuras y sentir miedos yalegrías sin sufrir las frustraciones que acechaban misrelaciones con los niños y las niñas de mi edad entrelos que vivía. No sabía lo que quería hacer en la vida,pero estaba seguro de que tendría que ver con la litera -tura. ¿Escribir? Lo intenté, escribí poemas malísimos,una obra de teatro en tres actos que trataba sobre lavida de los enanos y los gigantes, e incluso empecé unanovela, pero no pasé de la primera página. No tardéen intuir que no era ése mi camino. Aunque todavía nosabía en qué acabaría la cosa, terminado el institutono dudé al elegir mi carrera universitaria: estudiaríaLetras. En 1956 ingresé en la Universidad de Sofía.Hablar de libros se convertiría en mi profesión.

Bulgaria formaba entonces parte del bloque comu-nista, de modo que el estudio de las humanidades esta-ba muy influido por la ideología oficial. Las clases deliteratura eran en un cincuenta por ciento erudición y en el otro cincuenta, propaganda, ya que las obrastanto del pasado como del presente se valoraban enfunción de su conformidad con el dogma marxista-le-ninista. Había que mostrar en qué medida esos textosilustraban la ideología correcta, o en qué medida no lohacían. Como yo no compartía la fe comunista, perotampoco era de talante contestatario, me refugiaba enla misma actitud que adoptaban muchos de mis com-patriotas: en público asentía en silencio o con reticen-cias ante los eslóganes oficiales; en privado, una vida

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intensa de encuentros y de lecturas, orien tadas sobretodo hacia autores de los que no se pudiera sospecharque fueran portavoces de la doctrina comunista, yaporque hubieran tenido la suerte de vivir antes de lallegada del marxismo-leninismo, ya porque hubieranvivido en países donde eran libres de escribir los librosque querían.

Para obtener el título universitario, al concluir elquinto año era obligatorio presentar un trabajo de finde carrera. ¿Cómo hablar de literatura sin doblegarseante las exigencias de la ideología imperante? Optépor una de las escasas vías que permitían escapar delreclutamiento general: dedicarse a temas sin conteni-do ideológico, es decir, en las obras literarias, los re -lativos a la propia materialidad del texto, a sus for-mas lingüísticas. No era el único que se decidía poresta solución, ya que desde los años veinte del pasadosiglo los formalistas rusos habían abierto el camino,que después otros siguieron. En la universidad, el pro-fesor más interesante era, como no podía ser de otramanera, un especialista en versificación. Así, decidídedicar mi trabajo de fin de carrera a comparar dosversiones de una larga novela de un autor búlgaro es-crita a principios del siglo XX, y me limité a analizargramaticalmente las modificaciones que había intro-ducido entre ambas versiones: los verbos transitivossustituían a los intransitivos, el perfectivo se hacíamás frecuente que el imperfectivo… Mis observacio-nes escapaban así de toda censura, y actuando de este

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modo no me arriesgaba a transgredir los tabúes ideo-lógicos del partido.

Nunca sabré cómo habría podido seguir jugandoal gato y al ratón, y no necesariamente con ventajapara mí. Se me presentó la ocasión de ir un año «aEuropa», como decíamos en aquella época, es decir, alotro lado del «telón de acero» (imagen que para no -sotros nada tenía de excesiva, ya que era prácticamen-te imposible cruzar aquella frontera). Elegí París, cuyafama –ciudad de las artes y de las letras– me deslum-braba. Un lugar donde mi amor a la literatura no co-nocería límites, donde podría unir con total libertadmis convicciones personales y mis ocupaciones públi-cas, y escapar así de la esquizofrenia colectiva impues-ta por el régimen totalitario búlgaro.

Las cosas resultaron ser un poco más complicadasde lo que creía. Mientras estudiaba en la universidad,me había acostumbrado a prestar atención a los ele-mentos de las obras literarias que quedaban al mar-gen de la ideología: estilo, composición, formas narra-tivas… En definitiva, a la técnica literaria. Como enun primer momento estaba convencido de que sólome quedaría un año en Francia, pues ésa era la dura-ción del pasaporte que me habían expedido, queríaaprovechar para aprenderlo todo sobre temas que,descuidados y marginados en Bulgaria, donde teníanel defecto de no servir a la causa comunista, sin dudase estudiaban en profundidad en un país donde reina-ba la libertad. Pero me costó mucho encontrar este

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tipo de enseñanza en las facultades parisinas. Las cla-ses de literatura se distribuían por países y por siglos,de modo que no sabía cómo localizar a profesoresque prestaran cierta atención a los temas que me inte-resaban. También debo decir que para un estudianteextranjero como yo no resultaba sencillo adentrarseen el laberinto de las instituciones académicas.

El decano de la Facultad de Letras de Sofía me ha-bía recomendado a su homólogo en París. Un día demayo de 1963 llamé a la puerta de un despacho de laSorbona (que entonces era la única universidad pari-sina), el del decano de la Facultad de Letras, el histo-riador André Aymard. Leyó la carta y me preguntóqué buscaba. Le contesté que quería seguir con mis es-tudios sobre estilo, lenguaje y teoría literaria en gene-ral. «Pero ¡estas materias no pueden estudiarse en ge-neral! ¿En qué literatura le gustaría especializarse?»Sentí que el suelo se abría bajo mis pies y farfullé deforma un poco lastimera que por qué no en literaturafrancesa. Y en esos momentos me di cuenta de que es-taba haciéndome un lío con mi francés, no muy sóli-do en aquella época. El decano me miró con condes-cendencia y me sugirió que mejor estudiara literaturabúlgara con algún especialista, que no debían de fal-tar en Francia.

Aunque me desanimé un poco, seguí buscando ypreguntando a las pocas personas a las que cono-cía. Y así fue como un día expliqué mis dificultades aun profesor de Psicología, amigo de un amigo, y és-

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te me comentó: «Conozco a alguien al que también le in teresan estos temas un poco raros. Es ayudante enla Sorbona y se llama Gérard Genette». Nos conoci-mos en un oscuro pasadizo de la calle Serpente, don-de había varias aulas, y enseguida nos caímos muybien. Me explicó, entre otras cosas, que un profesorimpartía un seminario en la École des Hautes Études,y que podríamos volver a vernos allí. El profesor sellamaba (nunca antes había oído su nombre) RolandBarthes.

El inicio de mi vida profesional en Francia estuvovinculado a estos encuentros. Enseguida decidí que unsolo año de estancia no bastaría y que tenía que insta-larme en el país durante más tiempo. Me matriculé conBarthes para doctorarme, y presenté mi tesis en 1966.Poco después ingresé en el Centre National de la Re-cherche Scientifique (CNRS), donde he llevado a cabotoda mi carrera profesional. Entretanto, instigado porGenette, traduje al francés textos de los formalistas ru-sos, poco conocidos en Francia, en un volumen titu -lado Théorie de la littérature que se publicó en 1965.Más adelante, también con Genette, dirigimos durantediez años la revista Poétique, con el apoyo de una co-lección de ensayos, e intentamos modificar la enseñan-za literaria en la universidad para liberarla de las casi-llas de los países y los siglos, y abrirla a lo que acercalas obras entre sí.

Los años siguientes fueron para mí años de inte-gración progresiva en la sociedad francesa. Me casé,

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tuve hijos y me convertí también en ciudadano fran-cés. Empecé a votar y a leer el periódico, y me intere-saba la vida pública un poco más que en Bulgaria, yaque descubría que esa vida no estaba necesariamentesometida a los dogmas ideológicos, como sucede enlos países totalitarios. Aunque nunca caí en la admira-ción devota, me alegraba constatar que Francia erauna democracia pluralista que respetaba las libertadesindividuales. Y esta constatación influía a su vez en el modo en que decidía acercarme a la literatura: las ideas y los valores de las obras no estaban ya aprisio-nados en una argolla ideológica preestablecida, ya nohabía razones para dejarlos de lado y hacer como sino existieran. Las causas de que me interesara exclu-sivamente por la materia verbal de los textos habíandesaparecido. Desde ese momento, a mediados de losaños setenta, perdí también mi afición por los méto-dos de análisis literario y me dediqué al propio análi-sis, y por lo tanto a enfrentarme con los autores.

A partir de ahí mi amor a la literatura dejó de es-tar limitado por la educación que había recibido enmi país totalitario. De repente tuve que intentar con-seguir nuevas herramientas de trabajo, sentí la nece -sidad de conocer los contenidos y los conceptos de lapsicología, de la antropología y de la historia. Comolas ideas de los autores recuperaban toda su fuerza,para entenderlas mejor quise sumergirme en la histo-ria del pensamiento relativa al hombre y sus socieda-des, en la filosofía moral y política.

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Al hacerlo, el propio objeto de esa labor de cono-cimiento se amplió. La literatura no surge en el vacío,sino en el seno de un conjunto de discursos vivos conlos que comparte muchas características. No es casua-lidad que a lo largo de la historia sus fronteras hayansido cambiantes. Me sentí atraído por esas otras for-mas de expresión, no en detrimento de la literatura,sino de forma paralela. Para saber cómo se encuen-tran culturas muy diferentes entre sí, en La Conquêtede l’Amérique leí tanto los relatos de los viajeros yconquistadores españoles del siglo XVI como los desus contemporáneos aztecas y mayas. Para reflexionarsobre nuestra vida moral, me sumergí en escritos deantiguos deportados de los campos rusos y alemanes,lo que me llevó a escribir Face à l’extrême. En Losaventureros del absoluto, la correspondencia de va-rios escritores me permitió analizar un proyecto exis-tencial: el que consiste en poner la propia vida al servicio de la belleza. Los textos que leía –relatos per-sonales, memorias, obras históricas, testimonios, re-flexiones, cartas y textos folclóricos anónimos– nocompartían con las obras literarias la categoría de fic-ción, ya que descri bían directamente los aconteci-mientos vividos, pero, como ellas, me permitían des-cubrir las dimensiones desconocidas del mundo, meconmocionaban y me daban que pensar. En otras pa-labras, el ámbito de la literatura se ampliaba, dadoque ahora incluía, junto con poemas, novelas, narra-ciones y obras de teatro, el vasto dominio de la escri-

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tura narrativa destinado al uso público o personal, elensayo y la reflexión.

Si hoy me pregunto por qué amo la literatura, larespuesta que de forma espontánea me viene a la cabe-za es: porque me ayuda a vivir. Ya no le pido, como enla adolescencia, que me evite las heridas que podríasufrir en mis contactos con personas reales. Más queexcluir las experiencias vividas, me permite descubrirmundos que se sitúan en continuidad con ellas y en-tenderlas mejor. Creo que no soy el único que la ve así.La literatura, más densa y más elocuente que la vidacotidiana, pero no radicalmente diferente, amplíanuestro universo, nos invita a imaginar otras manerasde concebirlo y de organizarlo. Todos nos conforma-mos a partir de lo que nos ofrecen otras personas: alprincipio nuestros padres, y luego los que nos rodean.La literatura abre hasta el infinito esta posibilidad deinteracción con los otros, y por lo tanto nos enriqueceinfinitamente. Nos ofrece sensaciones insustituiblesque hacen que el mundo real tenga más sentido y seamás hermoso. No sólo no es un simple divertimento,una distracción reservada a las personas cultas, sinoque permite que todos respondamos mejor a nuestravocación de seres humanos.

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